En mi cabalgante misantropía, soy de los que pienso que a quien pregunte “¿Qué tal?” hay que responderle “mal”, si es que es ese el estado vital en el que se encuentra uno. Si se encuentra bien, por supuesto, no le mienta; tampoco hay que incordiar. Pero si no lo está, no se corte: “Estoy mal”. Comprobará cómo su interlocutor sufre un cortocircuito a consecuencia de haber rasgado las costuras de la cortesía. Sirve, además, para detectar a aquellos que tienen genuino interés por su estado y a aquellos que, quizá, puedan aportarle algo, aunque, por norma, vale más lo de estar callado y parecer tonto, que lo que sigue. Las convenciones sociales –responder “bien” cuando uno no lo está o preguntar “¿Qué tal?” como si nos importase– solo sirven para seguir perpetuando los mismos modos y que todo siga igual y, por lo tanto, sin mejora. Lo mismo ocurre cuando confundimos profesionalidad con eficiencia y, en beneficio del conformismo, damos por excelente cuestiones que debieran ser básicas. Si un periodista escribe correctamente o, sin ponernos exquisitos, si lo hace sin demasiados fallos ortográficos, ortotipográficos o sintácticos, no es que sea un buen periodista –lo de la ética es en otra aula–, es que es lo mínimo que se le presupone. Y se lo digo yo, que sé escribir justo-justo y poco más.