Cuando los conflictos se enquistan, suele ocurrir que la gente acaba acostumbrándose a lo peor. Al principio, en el momento en que estallan, se produce un sobresalto emocional y un sincero interés por lo que ocurre. Aflora la solidaridad con las víctimas y una respuesta generosa para paliar en la medida de nuestras fuerzas los males que asolan a los que se ven envueltos en la tragedia. Es lo que ocurrió en los primeros días de la invasión rusa de Ucrania pero, poco a poco, ese interés se ha ido apagando a medida que crecen la sensación de bloqueo y la falta de expectativas reales para una posible superación de la contienda. La guerra es ya una rutina, una sucesión de combates que transmiten la falsa sensación de que el conflicto progresa, cuando lo que está pasando es que las posiciones se empantanan a una profundidad mayor cada vez. La vuelta atrás es imposible pero la evolución tampoco se ve. Estamos condenados a una guerra larga, de desgaste, con un Europa cada vez más enredada tanto en lo bélico como internamente, tal y como lo han puesto de manifiesto las diferencias entre los países miembros para ayudar más a Ucrania, ahora con el envío de tanques. El 24 de febrero se cumplirá el primer año desde que Putin dio rienda suelta a su locura, confirmando que las guerras se sabe cuándo empiezan pero nunca cuándo acaban.
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