“Joe, tía, te vamos a dejar de hablar. Has tenido que hacer un pacto con el diablo, qué envidia”. Cuando las amigas le vienen con la matraca del figurín que tiene, se esfuerza en componer una mueca risueña para salir al paso. Otras veces, directamente, se remueve sobre el asiento y aprieta los dientes, a la espera de la retahíla de siempre: que si tu genética, que si yo tuviera un cuerpo como el tuyo, que si a mí me engorda hasta el respirar. En cada cena, la misma historia. A sus 51 años, le hablan de envidia cuando lo único que ella ve es cierta disciplina, y además sin volverse loca, como demuestra la generosa ración de bravas que se está metiendo en esos momentos entre pecho y espalda. Esta noche decide no replicar, pero piensa en todas las mañanas que se pone el despertador para hacer deporte, sacando tiempo bajo las piedras, y fuerzas de flaqueza haga frío o llueva. Le viene a la cabeza la respuesta que dio Woody Allen, su director de cine de cabecera, cuando le preguntaron por lo bien que tocaba el clarinete un hombre tan ocupado en el séptimo arte: “Practico durante 45 minutos todos los días del año. No hay más”. Y mientras ella se come la penúltima patata brava, sonríe al ver de la noticia que están dando en la tele: un medicamento para la diabetes, del que aseguran que adelgaza diez kilos en tres meses.