Da miedo. Asumir que un hijo que sale de fiesta a disfrutar con sus amigos, no regrese nunca a casa porque ha tenido la desgracia de cruzarse con una persona que dirime sus diferencias a punta de navaja. Gente que se va de fiesta con un cuchillo por si acaso se le ocurre rajar una vida. 330 navajas incautó la Guardia Municipal de Donostia en solo un año. La lamentable frase que hoy repiten estos verdugos en diferentes versiones la leí por primera vez en la crónica de un compañero que seguía el juicio al asesino de Asier Lavandera, el joven donostiarra que murió acuchillado en enero de 2010 tras cruzarse con otro indeseable. “Antes de que llore mi madre, que llore la suya”. Esta frase me impactó, como el “zas, zas, zas”, con el que el asesino confeso trataba de describir el sonido de las cuchilladas que asestaba a su víctima. Gente que entiende peleas y rifirrafes como duelos a vida o muerte. Nos lo preguntamos muchos. ¿Por qué? ¿Por qué cada vez más jóvenes que consideramos “de aquí” llevan estas armas y tiran de ellas con facilidad para escudarse luego en que “me había metido de todo”? El planteamiento no deja de tener un tinte xenófobo, incluso racista; ¿quizá solo clasista? Al menos en el ideario de muchos que, como yo, antes se imaginaban estas armas solo en manos de determinadas personas.
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