Spielberg con The Fabelmans, Linkalter con Apolo 101/2 o Branagh con Belfast han puesto la mirada en el pasado para teñir el celuloide de memoria y nostalgia. Evocan tiempos en los que ir al cine era un evento, ya fuese una matinal, un programa doble o una sesión continua, el acto de acudir tenía su propia pompa y ceremonia. Cuando era pequeño, en mi casa, al cine se iba cuando llovía y los domingos. Vaya revolución, recuerdo, cuando se habilitó un número al que se podía llamar para comprar las entradas, previa consulta de la cartelera del periódico, y así evitar el inconveniente de quedarte a las puertas, sin el pase, con cara de tonto y con una casqueta. Llamando por teléfono fue como compramos las entradas para Titanic, de James Cameron, película que vi con mi madre en los cines de Garbera –en los extintos, no en los de ahora– un día de 1997, probablemente en domingo, en el que llovía tanto fuera de la sala como agua corría por la pantalla. 25 años después de aquella y trece después de la primera Avatar, Cameron ha vuelto a sumergirse en el medio que más le gusta, el marino, para demostrar a los algoritmos y a las plataformas que saturan el mercado a base de mediocridad que, sin inventar nuevas fórmulas, el cine puede volver a ser un evento; solo hace falta mirar hacia atrás.