Estamos en la cuenta atrás para la inauguración de un Mundial de fútbol al que se le reprocha que se va a jugar en invierno y en un país sin credenciales democráticas ni consideración por los derechos humanos. Pero no se trata de algo inédito porque en 1978 el campeonato se jugó en la Argentina de la dictadura militar y los gritos de los goles ahogaban los del dolor de los torturados y los desaparecidos. Y por cierto, era invierno, por eso de que se jugó en el hemisferio sur, aunque nuestro eurocentrismo nos haga olvidar con frecuencia obviedades como esta. El hecho es que a las puertas del partido inaugural se multiplican las quejas y los mensajes por la sede elegida, un pequeño país de la península arábiga, que posee la tercera mayor reserva de gas natural del mundo, al que le sobra el dinero y que lo utiliza para blanquear sus vergüenzas en materia de libertades. Es decir, un despropósito ético ante el que el fútbol, en su nivel más elitista, está contraindicado para ofrecer una respuesta en clave moral, empezando por la gestación corrupta de la elección de la sede y pasando por la obscenidad multimillonaria que exhibe el negocio futbolero. De hecho, creo que el fútbol profesional no ha encontrado un lugar más coherente para organizar su cita más importante. Pero tampoco pidamos al fútbol una ejemplaridad de la que carecen tantos ámbitos que hacen parada y fonda en lugares tan impresentables como Catar. Y si lo pensamos bien, en última instancia, somos nosotros con nuestro consumo energético los que inundamos de dinero a estos emiratos y monarquías absolutas para que sigan funcionando igual.