La reacción natural ante una acción que se sirve, agrediéndola, de una obra de arte para reivindicaciones que poco o nada tienen que ver con ella es la de rechazo e incomprensión. Es lo que está ocurriendo en las últimas semanas con la sucesión de ataques que están protagonizando activistas contra el cambio climático con el propósito de llamar la atención de la gente ante la evidencia de que el tiempo de intervenir para paliar los efectos más graves de esta amenaza se agota. Vandalizar un cuadro o una escultura, por muy noble que sea la causa que lo justifique, es una acción desagradable y antipática que, por defecto, provoca el resultado contrario al que se busca. Es difícil de defender y fácil de ridiculizar. Teniendo en cuenta el perfil de los vándalos, en su mayoría científicos en rebelión contra la inacción general ante el calentamiento del planeta, cabe pensar que asumen su descrédito y que lo que buscan es poner el dedo en la llaga de una sociedad que se escandaliza por arrojar puré sobre un cuadro de Monet (sin causarle daños) y no se conmueve, por ejemplo, ante la indiscriminada actividad maderera en el Amazonas, el pulmón del mundo cuyo destino deciden hoy los brasileños en las presidenciales al tener que elegir entre Lula o Bolsonaro.