El otro día casi me abro la crisma en el aparcamiento del hipódromo de Lasarte, que está en terrenos de Donostia, y que es usado como parking disuasorio cuando no hay carreras de caballos, si no quieres acabar subiendo el coche a una azotea. Digamos que el terreno es irregular, hay piedras en vez de aceras, árboles que juegan a ser pivotes que sortear cuando por las mañanas los novatos practican para sacarse el carné de conducir, pero todo se ve muy bien, así que sin problema. Hasta que volví a por el coche. No era tarde, pero sí de noche, que tenemos temperatura de verano pero luz de invierno. Y hostia, es que no se ve nada. Las farolas alumbran la carretera que lo rodea, pero el enorme aparcamiento es un agujero negro que da carta blanca a tropezones, esguinces o a comerte el suelo, que es lo que casi hago. También a que te atraquen a dos palmos y seas incapaz de verle la cara. “¿Que qué aspecto tenía, señor agente? De noche cerrada. ¿Qué cómo iba vestido?, pues supongo que algo llevaría”. Luego ya vi que los habituales caminan como mineros, en hilera y con la luz del móvil iluminando el suelo para no tropezar ni estamparse con otro que venga de frente. No sé si es cosa de Donostia, de Lasarte o del propio hipódromo, pero que alguien ponga unas farolas que iluminen el parking antes de que pase una desgracia, si no ha pasado ya.