Catalunya ha vivido estos últimos diez años en una montaña rusa de emociones que ha acabado de la peor manera posible para el independentismo. Los puentes entre las dos principales fuerzas políticas soberanistas están rotos, el expresidente Puigdemont sigue en el exilio y el Govern es un ejecutivo en minoría que puede acabar siendo rehén de los que apoyaron el 155. Lo ha dicho Jordi Sànchez: “El procés se ha cerrado”. No sé si era un final cantado, pero el desgaste ha sido enorme y las dificultades para llevar adelante el mandato del referéndum del 1 de octubre han sido un misil en la línea de flotación de la unidad independentista, una vía de agua por la que, inevitablemente, se tenía que colar el partidismo de las siglas para provocar en la ya frágil alianza del ejecutivo catalán la ruptura definitiva. Cuando la violencia marcaba nuestro día a día era Catalunya la que nos observaba confiando en que acertáramos con la tecla que nos sacara del túnel. Hoy, somos nosotros los que les observamos, convencidos de que pronto encontrarán el rumbo que concite a la mayoría. De estos agitados años del procés en los que se han mezclado ilusión, esperanza, represión y frustración, se pueden extraer algunas lecciones para el futuro: la Europa de los estados no quiere más estados; la independencia necesita una mayoría que se pueda testar; España hará lo que sea para impedirla.