Los hay afectuosos, y también inexistentes. Sí, es hora de abordar ese gesto cotidiano y universal que es el saludo. Resulta sorprendente comprobar la cantidad de personas a las que conocemos de toda la vida, y a las que vemos prácticamente a diario. En muchos casos nos han visto crecer, y les hemos visto madurar –siempre que así sea, porque las residencias de mayores están llenas de eternos adolescentes–, y durante todo este tiempo, nada, ni un solo saludo. No me refiero a pararte a hablar en la calle. No. Un hola, hasta luego, kaixo, epaa!, apaa! epee! gero arte, aiooo! Levantar la ceja si se quiere, pues el abanico de posibilidades es muy amplio. Vaya por delante que entiendo la resistencia al cambio: ¿pero qué cojones tengo que saludar a alguien que no conozco de nada?, se puede reprochar. Y es verdad que no has cruzado una sola palabra pero, ¿realmente no le conoces? Sabes de sus gustos a la hora de vestir, de las compañías que frecuenta. Llevas toda la vida viéndole, y casi puedes adivinar su carácter a través de su rostro. Todo esto viene a cuento de que he comenzado, con mayor o menor fortuna, a saludar a muchos de esos testigos mudos de mi vida. Entiendo vuestro desconcierto. No sé, me ha dado por ahí. Me parece más humano. Es una pena que nos vayamos al otro barrio sin habernos saludado.