Desde la irrupción de la pandemia en nuestras vidas, los hábitos de consumo cambian a golpe de titular. Nos encierran en casa y hacemos acopio de papel higiénico...; nos advierten de un “gran apagón” generalizado de la luz, y el hornillo de gas se convierte en nuestro kit indispensable para las emergencias energéticas; Putin decide invadir Ucrania, y el aceite de girasol desplaza al de oliva en el ranking de grasa vegetal... Todavía suelo fijarme en las baldas correspondientes a las botellas de girasol para ver si a alguien le ha dado, de nuevo, por esa locura de comprar compulsivamente el nuevo oro amarillo. Pero no ha vuelto a suceder. No ocurre así en las estanterías de la leche, que se han resentido en mayor o menor medida en cada una de las crisis que hemos vivido en los últimos años. Ahora que estamos de vacaciones y nos da más igual si China y Taiwán se ponen a jugar a la guerra o si Israel bombardea de nuevo Palestina, son los hielos los que han provocado el amago de una nueva crisis en el consumo. Todavía no me queda claro si es que se han hecho mal las previsiones, si el consumismo exacerbado ha cogido carrerilla, si la ola de calor ha disparado la demanda o, si simplemente ante un invierno que se prevé helador por la falta de gas hemos decidido celebrar la vida a base de gin tonics antes de acudir en masa a las tiendas de electrodomésticos en busca de estufas eléctricas. l