La noche es muda si no fuera por la mar en calma. Esa cadencia del agua al romper a la que asiste una pareja en el puerto de refugio, ajena a si ese sonido del romper de la ola en la orilla tendrá algún nombre concreto. Ese segundo sonido que genera la ola, justo después del que emite mientras crece, a punto de romper. Y llega el golpe seco que deja un susurro cada vez más débil que se mezclará con el primer sonido que producirá la siguiente ola. Milenios con los mismos sonidos que intentamos describir. Cada vez utilizamos menos palabras para comunicarnos, y cuando nos faltan, las miradas también valen. Podemos situar, por imaginar, a esa pareja que está en el puerto una hora antes, en un bar del pueblo. Un par de bailes que Miami confirmó y el silencio se abre entre ellos cuando sus miradas se cruzan. La distancia que les separa se convierte en un precipicio y los escasos tres segundos que transcurren, siglos. Los yaganes de la Tierra del Fuego le dieron un nombre a esa mirada. Quizá sean los únicos en tener una palabra para eso que el resto de la humanidad –que también sabe mirarse así– no tiene. Para esa mirada que se lanzan dos personas cuando una quiere que la otra comience una acción. Mamihlapinatapai. La palabra más precisa del mundo
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