La comisión que investigó el hundimiento del Vasa en 1628 no sirvió para nada porque terminó sin conclusiones, que es lo mismo que deducir que el caballo blanco de Santiago es blanco como suelen deducir la mayoría de las comisiones de los parlamentos, las cámaras legislativas y los platós de televisión que investigan esas presuntas cosas que en paralelo la justicia analiza como lo hizo Suecia con aquel galeón magnífico, de 69 metros de eslora y 11 de manga que necesitó 3.000 robles y 1.725 metros cuadrados de tela, que se hundió ni un kilómetro después de su botadura en el mismo puerto porque una ligera brisa tumbó el barco y por las troneras inferiores empezó a entrar agua, que es lo que les ocurre los sábados por la noche a quienes han ligado demasiado borrachos y luego les toca zafarse del fracaso igual que el capitán Söfring Hansson, que aseguró que él se había limitado a seguir los manuales de navegación; o como se escabulleron los astilleros, que se desentendieron del hundimiento al alegar que ellos habían construido lo que había ordenado ese cliente que paga y por lo tanto manda, el rey Gustavo II Adolfo, que sobre la marcha exigió 64 cañones en lugar de 32 como quien eufórico pide al camarero que saque “la última, pero para todos, ¿eh?”.