Desde este año, en la segunda fila de la primera compañía de barriles senior de la Peña Anastasio, faltará un habitual, mi padre, Javier, que ya nunca más podrá aporrear con sus palillos su barril y que tampoco llegará a ver el retorno de las tamborradas a las calles tras dos años de restricciones. Después de más de tres décadas desfilando, tocando, cantando y riendo con los compañeros, su ausencia mañana se hará presente.

La celebración del día de San Sebastián, como la mayoría de festejos de origen popular, suele dar pie a hablar de lo que es o no es una tradición, cuestión que, en realidad, está más relacionada con el acercamiento emocional a algo por parte de cada uno que a la inmutabilidad de un discurrir que se repite. Así, cuando hablamos de la Tamborrada, de lo que hablamos es de nuestra relación con la festividad y de cómo y con quién la vivimos, no de la circunstancia de su arraigo. En mi caso, a la edad de doce años –ahora voy a cumplir 35– comencé a desfilar en la compañía junior de la misma asociación en la que hasta su fallecimiento desfiló mi padre –compartí fila con él a partir de los 19–, junto a su cuñado, mi tío José Luis, hermano de mi madre, Agustina, que participa, prácticamente desde sus inicios, en la femenina de la Peña Anastasio, la primera tamborrada de la ciudad compuesta exclusivamente por mujeres y que este año cumple 25 años. La acompañan otras veteranas en los Anastasios, mis primas Eunate y Naroa. Y todos, en nuestras respectivas compañías, hemos tocado siempre el barril. Algo coherente, por otra parte, habida cuenta que mi aitona Pedro Fernández, padre de mi padre, de oficio carpintero e íntimo amigo de Plácido Eceiza, fundador de la Peña Anastasio, fue el que hizo durante muchos años los barriles de esta tamborrada que desfiló por primera vez en 1963. Tanto es así que, una vez cerrado su taller de carpintería, seguía construyendo y arreglando los barriles desde casa de dos de sus hijos, uno era mi padre y otra era mi tía Nieves. 

Ambos, junto al hermano mayor, con el que mi aitona comparte nombre, Pedro, también participaron de niños de las festividades del patrón junto a la Peña, siendo parte de la comitiva de las carrozas que mi aitona también construía para Placi, bajo el diseño del desaparecido artista Tomás Hernández Mendizabal.

Por lo tanto, la tradición, en nuestro caso, se vincula al hecho y, sobre todo, al relato familiar, con sus similitudes y sus diferencias, que converge aquí durante un día, durante unas horas y en el transcurso de un recorrido a lo largo de las calles del Centro de Donostia, sin que esto, por supuesto, implique ningún tipo agravio hacia otros relatos del 20 de enero. Eso es lo bonito, que el abolengo no tiene que ver con una suerte de elitismo con el que algunos pretenden teñir la fiesta, ni con la antigüedad o con la fidelidad a una compañía, sino con lo que te hace sentir parte de algo. Ese algo tiene orígenes tan diversos como la realidad particular de cada uno, lo que permite que, edición tras edición, las tradiciones nazcan, mueran y cambien.

Así será este 20 de enero, en el que deberemos, aunque no queramos, dar la bienvenida a una nueva manera de vivir la fiesta. La Peña Anastasio no sonará igual, aita, porque no estarás tú para tocar en ella. Pero tranquilo, yo saldré con tu barril para intentar que, por lo menos, este siga sonando. Te echaremos de menos en la fila y en la Tamborrada, como te echamos de menos todos y cada uno de los días.