Donostia. La isla de Santa Clara, que hoy destaca en la bahía por la grúa que la corona para abordar una intervención artística, no solo ha sido refugio de gaviotas y otras aves a lo largo de su historia. El montículo de 48 metros de altura desgajado del flysch de la costa donostiarra ha tenido muchas vidas hasta la fecha. Por ejemplo, acogió en el pasado una ermita, con varios ermitaños conocidos, y también fue cobijo en el siglo XIX de un hombre solitario, José Vicente Arruabarrena, apodado Robinsón, al que dejaron poner una granja de conejos, aunque no llegó a cuajar. Se sabe también que la isla, en el siglo XIV, sirvió como cementerio para los afectados por peste bubónica, y más tarde, como camposanto de los herejes que morían en tierra firme.

También fue aprovechada como cuartel militar y, más tarde, fue el territorio del faro, que acogió a los fareros y sus familias, entre 1864 y 1968. Durante décadas y hasta ahora, ha sido un lugar solitario que solo bullía de gente durante el verano. La Asociación de Amigos de la Isla, nacida en 1956, organizó una vida de ocio en el promontorio y sirvió como veraneo saludable y humilde para muchos donostiarras.

La isla es propiedad del Ayuntamiento de Donostia desde hace 51 años, cuando el entonces jefe del Estado, Francisco Franco, cedió el terreno, de 75.000 metros cuadrados, con la excepción del faro y el almacén, que siguieron siendo de la Administración central, como hasta fechas recientes, cuando el Ministerio de Medio Ambiente ha cedido la casa del faro para que acoja la escultura de Cristina Iglesias.

La donación del terreno de Santa Clara, hace medio siglo, se justificó en su destino a “instalaciones deportivas complementarias de las playas de la ciudad”. Según señala el decreto de 1968, fue el propio Ayuntamiento el que pidió la cesión del islote, que fue aceptado por el gobierno de Franco, aunque con condiciones. “Si los bienes cedidos no fueran destinados al uso previsto dentro del plazo de cinco años, se considerará resuelta la cesión y revertirán al Estado”, señaló entonces el Ministerio de Hacienda. Aunque no pareció controlar que eso se llevara a cabo.

El pedazo de tierra que emerge de la bahía también fue ocupado en contiendas militares y, según explica el libro de Juan María Peña Del San Sebastián que fue, en el siglo XVI la isla fue dotada de artillería. Además, en 1813 parte de las tropas angloportuguesas que asaltaron Donostia en la Guerra de la Independencia estuvieron cinco días de agosto asentadas en Santa Clara, antes del ataque devastador que asoló la pequeña ciudad de entonces.

El nombre de Santa Clara, según la misma publicación, se conoce desde 1480, es decir, desde hace 130 años. En libro Los habitantes del faro de Santa Clara, obra de Jesús Mari Palacios e Iñigo Jiménez, que se ocupa de los 104 en los que ha habido fareros en la isla, se recoge que ya en 1362 habría una ermita dedicada a Santa Clara, atendida por un ermitaño de la orden de los franciscanos. La información la corrobora un pequeño libro editado por un inglés en 1700, que fue rescatado y traducido por el propietario de la ya desaparecida Librería Internacional de Donostia. Según señala, en aquella época vivía en el lugar un ermitaño de la orden de San Francisco que pedía limosna y contaba historias y leyendas. Pero acostumbraba a estar borracho y fue expulsado de su celda. El inglés añade que, a pesar de ser aquella la versión oficial, “se cree que más bien fue por meter al que tiene ahora”, un caballero castellano “de gran posición”.

El libro del inglés, según recoge El San Sebastián que fue, dice también que el presbítero Joaquín Ordóñez, fallecido en 1769, escribió que la isla era en aquella época propiedad del convento de San Bartolomé y relata que el día de Santa Clara había misa cantada, tamboril y bailes, además de desayuno y barco pagado.

La obra del viajero inglés, además, también constata que en aquella época los herejes que morían en la ciudad eran llevados por mar para enterrarlos en la isla, según señala en su relato.

La publicación de Peña, por su parte, recuerda otra obra histórica del presbítero Joaquín Antonio Camino y Orella, que explica que en el pasado, como en el monasterio de San Bartolomé, propietario de la ermita de la isla, no había clausura se acudía a cantar misa a la isla en víspera de Santa Clara. Por lo visto, la ermita era de las religiosas de San Bartolomé y tuvieron varios pleitos con la ciudad por su propiedad en los tribunales de Iruñea, Burgos y la Nunciatura.

estudio arqueológico Precisamente, y al hilo de los trabajos de transformación de la casa del faro para insertar en ella la escultura de Iglesias, la sociedad de ciencias Aranzadi ha sido encargada por el Ayuntamiento de elaborar un estudio arqueológico del entorno del edificio, donde se supone que se ubican los restos de construcciones del pasado. La isla acogió también cultivos y, de hecho, la campa de la zona alta está catalogada como zona agraria.

Por otra parte, el terreno de la bahía ha podido ser escenario de distintas actuaciones, que no llegaron a hacerse realidad. Si ir más lejos, el artista donostiarra Tomás Hernández Mendizabal propuso al Ayuntamiento dirigido por Odón Elorza la colocación de una escultura de homenaje a los remeros. Sin embargo, este proyecto no contó con una buena acepción por parte del Consistorio y no se llevó a cabo.

Por otra parte, y según explica el libro Los habitantes del faro de Santa Clara, al año siguiente de que la isla pasase a manos del Ayuntamiento, se proyectó instalar en ella una cascada artificial, de unos 70 metros de altura, que lanzara un chorro de agua al mediodía. La propuesta fue la ganadora de un concurso de ideas lanzado por el Centro de Atracción y Turismo en 1969, aunque nunca se llegó a realizar.

Antes también hubo otras ideas que no fructificaron, como la que en 1870 quería instalar pabellones y kioscos de conciertos para baile, con destino al veraneo, así como pequeños barcos de vapor para excursiones por la bahía y el Urumea. También se encargó en 1913 al arquitecto Teodoro de Anasgasti la realización de un monumento a la reina María Cristina, que no llegó a ser realidad. Pocos años después (1916-17) se intentó unir la ciudad con la isla por medio de un muro para que se pudiera llegar paseando aunque la idea, que ya entonces era vieja, no se ejecutó.

La única intervención de ocio que persiste en la actualidad es el bar que, durante las temporadas de verano, da servicio, comida y bebida a los asiduos a la isla.