Recientemente, un grupo hostelero, que gestiona otros bares del barrio como el Beti Jai y Nagusia Lau, se ha hecho con la propiedad del inmueble, lo que pondrá punto final al arrendamiento de casi seis décadas de la familia Salvador Amago. No solo el bar sino también los tres pisos del único edificio residencial que quedó en pie tras la quema de la ciudad en 1813 ha sido vendido por sus propietarios, los hermanos Martínez-Bordiú (primos de los nietos de Franco), a la sociedad hostelera. Los vendedores son herederos de la antigua propietaria, Isabel de Cubas, con quien la familia del bar La Cueva siempre mantuvo una buena relación. “Teníamos un contrato de alquiler que íbamos renovando año a año, siempre sin problemas”, explica Mari. Por eso, la venta del edificio entero, el más antiguo de la Parte Vieja de Donostia, ha resultado una sorpresa para la familia y los trabajadores.

El edificio, que conserva su vieja fachada con vigas a la vista, fue construido por el bisabuelo de Isabel de Cubas y hasta fechas recientes se había mantenido en la familia. El primer piso también ha estado arrendado por la familia de La Cueva, que lo ha usado como almacén y vestuario de los trabajadores, mientras que en otro piso sigue viviendo una mujer, que nació en el edificio, al igual que su madre y su abuela, según recuerda Mari.

Champis y gambas al ajillo

El bar La Cueva es uno de los referentes clásicos de la Parte Vieja pero no siempre fue así. En su momento revolucionaron los pintxos que se servían en el barrio, básicamente huevos duros, chorizo y merluza rebozada. Los champis laminados, seña de identidad del local, los pintxos de riñón y de carne, las gambas al ajillo, los caracoles, las chuletitas de cordero y otras delicias que se han convertido en un clásico fueron llegando a la barra y al restaurante de la mano de Mari y Joaquín.

El marido, además, era también piloto de carreras de coches y tuvo al después campeón Andrés Vilariño como copiloto. Un grave accidente le tuvo dos años en hospitales hasta que pudo retornar al bar. Mientras, Mari, siempre bien rodeada de trabajadores y familia, siguió dando el callo, cocinando hasta la madrugada y organizando un establecimiento que también ha sido punto de cita de numerosas cuadrillas de donostiarras en sus salidas a la Parte Vieja, y lo sigue siendo.

“Yo era modista y empecé sin saber hacer nada de cocina”, recuerda Mari. “Vinimos con mi hija de tres meses y mi hijo ya nació aquí. Cogí a una señora que me enseñó todo lo de la cocina y así empezamos”, recuerda la hostelera. “Los champis, por ejemplo, los hice como vi en Alicante. Aquí se servían en salsa en muchos sitios pero yo quería hacer algo distinto y los hice laminados, como los seguimos haciendo”, prosigue. Aún ahora, cada fin de semana se sirven entre 30 y 40 kilos de champiñones. Este plato estrella de La Cueva es “muy fácil”, dice Mari, pero reconoce que la plancha del bar tiene parte de responsabilidad en la receta porque en casa “no salen igual”.

En La Cueva también se han formado hosteleros conocidos de la ciudad, como Bernardo Beltrán, que empezó a trabajar en el bar siendo un chaval y creció hasta el punto de que luego cogió el Beti Jai, que alcanzó un gran renombre. Más tarde, abrió Bernardo Etxea. Mari fue la madrina de su boda. “Somos como familia”, dice la hostelera, que recuerda también a Mariví Redondo, que trabajó 47 años en La Cueva y forma parte también de la parentela creada alrededor del establecimiento.

Mari, con 88 años, sigue acudiendo cada día a ayudar a su hijo Guillermo, que dirige ahora el bar. Limpia antxoas y champiñones y pasa buenos ratos con trabajadores y clientes, a la espera de que llegue el momento de despedirse de la que ha sido su cueva.