El titular está tomado prestado de la famosa serie donde aparecía hilarante Steve Urkel quien adquirió fama mundial con su famosa frase: “¿He sido yo?”.

En la actual situación que padecemos, no podía dejar de hablar de algo tan personal como los esfuerzos de mi familia. Gente corriente haciendo cosas importantes, sobre todo, esquivar la cruel dictadura que padecíamos, refiriéndome fundamentalmente a aquellos aspectos ligados a la cultura familiar que me aportaban sobre la cocina y la alimentación de aquella lejana época en que se atisbaban los derroteros de la gastronomía. Pero partimos de la mera supervivencia.

Parece oportuno, haciendo este streptease familiar, contar que la boda de mis padres, Julia Ulacia y Antonio Corcuera, se celebró el 30 de abril de 1946 (año y medio antes de mi nacimiento y 20 años antes del de mi único hermano). Por cierto que la boda en cuestión coincidía con las de plata de mis abuelos maternos, que se habían casado en 1921. La novia, siempre de punta en blanco, vistió de negro riguroso y él, en su línea, hecho un pincel. La celebración religiosa tuvo lugar en la cercana parroquia de San Ignacio y el banquete nupcial se celebró en el extinto Rodil (se hace inevitable acordarse de Pablo Loureiro de Casa Urola, hijo de los dueños de este restaurante que tan en boga estaba entonces).

A partir de ese día, el domicilio de los Corcuera se estableció en la calle Trueba, donde residían ya los abuelos paternos: Simón Corcuera y Tomasa Iglesias. Ella, pese a estar paralítica durante muchos años, era una magnífica cocinera, que a pesar de su imposibilidad, dirigía a las jóvenes empleadas de hogar que tuvimos en los sucesivos años formándolas casi desde cero. Él, un hombre hecho a sí mismo, no era un gourmet precisamente, amaba la cocina hecha con honestidad. Su frase más repetida en este terreno: “Salud y buenos alimentos”. Cenaba indefectiblemente todas las noches un caldo o sopa y lo que él definía como “el simpático huevito”.

Mi abuelo frecuentaba sitios muy rústicos como el Bodegón Díaz, la Bodega Mateo, la Bodega de San Ignacio (hoy en día convertida en un sitio espléndido como es el Bodegón Usarbi, con el chef Ion Ibarretxe a la cabeza). A lo lejos, en la falda del monte Ulia, se divisaba una tasca tan trotera como Casa Kaxan. Otros sitios de referencia en nuestra casa eran Frutas Gladia, Villastrigo y Satur López, así como la pastelería Suizo-Española de la calle Miracruz, sobre todo por los pasteles de crema cocida que mi ama adoraba.

Virguerías

Otro lugar emblemático de mi niñez giraba en torno a la casa de los aitonas (Gabina e Higinio) en la calle Peña y Goñi, tan diferentes uno del otro, pero magníficos cocineros. Ella, como auténtica gladiadora del hogar, una jabata. Cocinera del día a día, hacía virguerías con las cosas más simples, como las tortillas de sangrecilla encebollada. Él, un refinado casero, presidió una sociedad gastronómica en la cual volcaba todo su saber culinario con y para los amigos. Recuerdo platos memorables suyos como las anchoas a la papillot, la sopa de pescado con pan sopaco, la merluza rellena de aceitunas y huevo, o la falda de ternera rellena al horno con un puré de patata que merecía ser de Robuchon. Sin olvidarme de la lengua a la tolosana, y los platos de caza guisada que eran un portento como palomas y tórtolas; por cierto, el desplume y la elaboración corrían siempre por cuenta de la sacrificada Gabina, quien me dejó un imborrable recuerdo de mis años de pantalón corto y piernas rollizas. La recuerdo un pelín empipada, cantando en cuchipandas familiares la cancioncilla de la guerra, como ferviente republicana: “Gudari soy del batallón de acción, por intendente tenemos a Rese, que no nos da ni para hincar el diente, lo suficiente para poder vivir. Protestas y siempre protestas recibe del batallón, y él siempre contesta: ¡Joderse, son cosas de la revolución!”.

Mis referencias gustativas alrededor de ellos y su domicilio son, sin duda, la Bodega Donostiarra y el desaparecido Bodegón de Gros (tan cutre que le hubiera servido a Javier Olivares para rodar un capítulo sobre la posguerra de El Ministerio del Tiempo). Similar a este último local hay que citar a La Rampa, un espartano sitio donde hoy curiosamente se ubica una de las sociedades más modernas y distinguidas como es Itsasburu. De obligada mención es un sitio todavía abierto como el Gure Txoko o el Aitz​gorri, que recuperó su nombre tras la marcha del Narru de Iñigo Peña, y por supuesto un restaurante que sobresalía por muy chic: El Metropol, con camareros de alto copete según recuerdo.

Tampoco puedo olvidar los sitios más de referencia donde mi amona realizaba las compras como la pescadería Ramonita de la calle Usandizaga, Ultramarinos Munilla, o la pastelería Nueva York, donde precisamente se formó profesionalmente el oiartzuarra Manuel Iza, que aprendió allí los secretos de la confitería que más tarde plasmaría en su dilatada carrera de chef.