Zarra y, después, el "Maracanazo"
En 1950 el Mundial regresó a manos de sus dueños, los espectadores, que asistieron a dos hechos históricos: el gol del delantero vizcaino a Inglaterra y el admirable triunfo de Uruguay ante Brasil que hizo enmudecer al feudo carioca.
Después de doce años de interrupción por culpa de la Segunda Guerra Mundial, el Campeonato de 1950 devolvió el fútbol a sus legítimos dueños, los espectadores. Hasta entonces, había estado secuestrado por los políticos y sus componendas de las que aún quedaban rescoldos. Para el fútbol vasco, la edición de Brasil dejó para la historia el gol de Zarra a Inglaterra y la presencia de más de la mitad de aquella delantera mítica del Athletic. Estaban Panizo y Gainza y donde faltaban Iriondo y Venancio aparecieron el catalán Basora y el guipuzcoano Igoa.
Pero para la historia del fútbol mundial Brasil 1950 dejó el Maracanazo, concepto que con los años hizo fortuna y se asimiló para definir sorpresas monumentales, resultados inesperados como el que deparó aquel partido en el estadio más grande y legendario, con permiso de Wembley. Lo que sucedió entonces dio para todo tipo de historias, de anécdotas sobre un día que quedó grabado a fuego en la memoria colectiva de la nación más futbolística.
El Mundial sólo tuvo trece selecciones en liza, siete americanas y seis europeas. Los efectos de la guerra aún se dejaban sentir y, así, la FIFA prohibió la participación de Alemania como castigo a los crímenes del régimen hitleriano. Los países del Este de Europa rechazaron acudir a Brasil al sufrir aún las penurias económicas que había provocado la contienda bélica y otras como Francia o Portugal adujeron que sus equipos no tenían suficiente nivel. Los motivos de la ausencia de Argentina nunca fueron aclarados: si fue por divergencias entre las federaciones o si fue por orden del gobierno de Juan Domingo Perón. Italia estuvo, pero como si no. Era un equipo hundido en lo anímico por la tragedia aérea que sufrió un año antes todo el Torino, en la que perdieron la vida diez de los once titulares de la escuadra azzurra.
Para compensar las ausencias, el Mundial de 1950 saludó el regreso 20 años después de Inglaterra, que abandonó la soberbia de ser el inventor del fútbol para mezclarse con el resto del mundo. Zarra les bajó los humos y envió a casa prematuramente a una selección que contaba con luminarias como Stanley Matthews o Alf Ramsey, pero que llegó a perder contra Estados Unidos.
Superada la fase de grupos, distribuidos de una manera muy peculiar (4, 4, 3 y 2 equipos en cada uno), Brasil, Uruguay, España y Suecia integraron la fase final. Seis partidos más para decidir el campeón. El último de ellos iba a ser definitivo. No era una final propiamente dicha ya que a los anfitriones les valía el empate. Por ello no era de extrañar que todo el mundo celebrara el éxito por anticipado, que Brasil tuviera preparada ya la fiesta posterior. Maracaná albergó a 200.000 almas, pero los charrúas se conjuraron ante todo aquello, pese a que sus dirigentes les querían hacer ver que saldrían bien parados si no eran goleados, que llegar allí era suficiente.
Pero la celeste tenía un capitán que dio una gran lección de liderazgo. "No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasó nada. Los de afuera son de palo y en el campo seremos once para once. El partido se gana con los huevos en la punta de los botines", arengó Obdulio Varela a sus compañeros. Había que creer en la victoria: "Porque si entramos vencidos es mejor ni salir al campo de juego. No vamos a perder ese partido y, si lo hacemos, no será por cuatro goles". Al inicio de la segunda parte, Brasil se adelantó por medio de Friaça, pero el Negro Jefe, como llamaban a Varela, siempre mantuvo la calma e hizo que la mantuvieran sus compañeros: "Sabía que si no jugábamos a un ritmo bajo, nos pasarían por encima". Schiaffino hizo callar a Maracaná con el gol del empate y, a diez minutos del final, estalló una tragedia nacional. Ghiggia disparó y Moacyr Barbosa se tragó un remate sin aparente peligro. Uruguay era el campeón, el Maracanazo se había consumado. Brasil nunca perdonó a su portero aquella desafortunada acción. "Me trataron peor que a un criminal. Cumplí casi 50 años de condena. No fue culpa mía, éramos once", lamentó un jugador que llegó a ser repudiado y condenado al olvido como responsable de lo que sólo debía haber sido una derrota.
El periodista Mario Filho, que da el nombre oficial a Maracaná, escribió: "La ciudad cerró sus ventanas, se sumergió en el luto. Era como si cada brasileño hubiera perdido al ser más querido. Peor que eso, como si cada brasileño hubiera perdido el honor y la dignidad. Por eso, muchos juraron aquel 16 de junio no volver nunca más a un estadio de fútbol". Obdulio Varela fue sincero unos años después: "Si hubiésemos jugado ese partido 100 veces, habríamos perdido 99". Pero aquel día, ese partido lo ganó Uruguay, se proclamó campeona del mundo por segunda vez y se llevó un trofeo que resistió cuidadosamente custodiado por la Federación Italiana todo el periodo bélico. El fútbol volvió a su sitio.