Lo mejor que se puede decir del debate de anoche es que ha pasado ya. El cara a cara entre Sánchez y Núñez-Feijóo no fue más que otra herramienta para apuntalar la ficción de unas elecciones presidenciales. Un par de datos para empezar: el debate televisado de anoche lo protagonizaron quienes aspiran a repartirse poco más de un tercio del voto el 23-J en Euskadi, según las encuestas; y se preparan otros cuatro en los que participarán PSOE, PP, Vox y Sumar, que no representarán ni siquiera a la mitad de los votantes en la CAV.

Anoche, el líder socialista necesitado de meter un directo que hiciera besar la lona a su rival. Éste, a mantener la distancia, que se trata de no cometer errores que alteren las encuestas. Ambos saben que valen más por lo que les rodea que por ellos mismos. Uno, la capacidad, nacida de la necesidad, de aglutinar las sensibilidades que le invistieron presidente en el pasado; el otro, la vocación de hacer creer que no necesita a nadie más, pese a que carga con Vox como un siamés unido por la chepa: no le mira a la cara pero es parte indivisible de él.

Lo que confirmaron ambos es que, aparte de hablar a la vez y llamarse mutuamente mentiroso, no tienen nada que decir a los vascos. Especialmente el del PP, para quien los dos escaños que le auguran las encuestas en la CAV no son sustancia suficiente para una mayoría absoluta anhelada pero imposible a fecha de hoy. Sí debió haber entendido Sánchez el valor de los cinco representantes que podría alcanzar el PSOE, pero en lugar de apuntalarlos con un mensaje claro sobre lo que deben esperar de él unos votantes cuyo nivel de autogobierno no ha hecho sino entorpecer y laminar en los últimos tiempos, sigue convencido de que se basta y se sobra para atraer a los indecisos porque él lo vale.

Pero pongámonos en la hipótesis de que el debate de modelos es un asunto a cara o cruz, que es mucha hipótesis. Si es por debatir, desde Euskadi interesaría saber quién de los dos va a culminar las transferencias debidas, habida cuenta de que Sánchez ha incumplido sus compromisos en ese ámbito y Feijóo ni las contempla.

O si tienen opinión sobre la realidad plurilingüística del Estado –no digo ya sobre la plurinacional–, si les parece bien que la ambigua redacción normativa vigente permita obstaculizar el uso de las lenguas minoritarias; si la autonomía fiscal de los territorios forales les parece, como dicen no pocas voces dentro de sus partidos, un privilegio a eliminar; si la educación, competencia exclusiva en Euskadi, debe someterse a una regulación invasiva o si a la sanidad le van a brotar por ensalmo los miles de profesionales que no tiene solo el modelo de privatización que promulga el PP o el de publificación radical al que empujan a Sánchez desde su izquierda. Recentralización, en cualquier caso, desde un extremo o desde el otro.

También podrían debatir sobre las dificultades de las instituciones autonómicas para orientar los fondos europeos de un modo eficaz; sobre la política industrial que debería transformar el tejido hacia la innovación y la tecnología y no hacia la consolidación de las grandes empresas del Ibex –copado mayoritariamente por financieras, servicios y constructoras-; sobre la formación y consolidación de empleo en sectores de valor añadido y estabilidad frente a la estacionalidad del turismo y los servicios.

Hay tanto terreno para haber hecho un debate de ideas, incluso en la ficción del tú o yo, que resulta un desperdicio reducirlo a una tanda de penaltis en la que basta con no fallar hasta que el otro la mande fuera.

Así que, a la ciudadanía vasca, le persigue la ingrata sensación de que Sánchez y Feijóo le pidieron anoche un cheque en blanco pero no le dijeron qué van a hacer con él para mejorar sus circunstancias más allá de hacer tabla rasa con las ajenas.

En esa estrategia de medicación de amplio espectro, hará falta colocar en Madrid especialistas con experiencia en la medicina interna del cuerpo electoral vasco. Sánchez y Feijóo no pasan de ser un placebo. Se prescriben a sí mismos como tratamiento, pero curar, no curan.