En apenas 20 días en el despacho oval de la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha generado varios terremotos que han hecho temblar los cimientos en los que, mal que bien, se asentaban las bases de la política y la economía en una democracia, así como las relaciones internacionales, tanto entre países como sus organizaciones fundamentales. El primer delincuente condenado que accede a la Presidencia norteamericana está llevando a cabo sus planes, además, no solo con la impunidad y arbitrariedad propias de un autócrata o un dictador sino con inmoralidad, injusticia e ilegalidad manifiestas. La imposición de duros aranceles bajo amenazas y el anuncio de más gravámenes a los países que osen responder con medidas similares, las deportaciones a todas luces irregulares de centenares de migrantes, sus declaradas intenciones de hacerse con el Canal de Panamá o Groenlandia y los despidos masivos en la Administración –que incluyen a la Agencia de cooperación de EEUU y a personal que ha participado en investigaciones contra él o quienes participaron en la toma del Capitolio– han dado paso en los últimos días a declaraciones, propuestas y decisiones muy graves en el ámbito internacional, además de la ya anunciada retirada de EEUU de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que supone un duro golpe desde el punto de vista sanitario. Así, la imposición de sanciones al personal del Tribunal Penal Internacional (TPI) que haya participado en causas contra EEUU o sus aliados –como el caso de Israel, cuyo primer ministro, Benjamin Netanyahu, tiene sobre sí una orden de arresto por posibles crímenes de guerra– es un atentado contra la justicia internacional y los derechos fundamentales. Podría pensarse que Trump trata de blindarse de futuras condenas en La Haya. En todo caso, su inicuo, ilegal y desaprensivo plan de limpieza étnica en Gaza mediante la expulsión de sus legítimos residentes para hacer de la Franja “la Riviera de Oriente Próximo” es un crimen de lesa humanidad y la máxima expresión de la vulneración del derecho internacional. Trump califica la operación de “transacción inmobiliaria” y una “inversión” barata por la paz. Esta inmoralidad coloca al mundo –con la UE otra vez de perfil– ante un desafío en el que solo cabe una oposición total y firme que impida esta infamia.
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