El aniversario de la Constitución española de 1978 volvió a celebrarse contaminado por el debate político, la instrumentalización ideológica del texto y la voluntad de patrimonializarlo y aplicar la interpretación más restrictiva del mismo por el amplísimo sector de la derecha nacionalista española, que representan PP y Vox y en el que envuelven a sectores de sensibilidad progresista pero emocionalidad y discurso tradicionalista. Sigue siendo preciso recordar que el texto constituyente pactado hace 46 años nació en condiciones de necesidad extrema, sin un marco democrático y bajo la amenaza explícita de obstrucción al establecimiento de un Estado de derecho respetuoso con los derechos y libertades individuales y colectivas. Un marco que condicionó aspectos significativos sobre la naturaleza del Estado –monarquía constitucional– o la ambigua asignación de tutela de la unidad para las Fuerzas Armadas, que inspiró en los primeros años a ciertos elementos extremistas y nostálgicos del régimen anterior a intentar imponer el poder militar. Igualmente, es preciso reconocer que quienes lo impulsaron y propiciaron el consenso básico para su establecimiento, lo hicieron con la suficiente apertura de miras como para dejar un marco abierto, capaz de evolucionar hacia un modelo federalizante en materia de descentralización e, implícitamente, realidad plurinacional –nacionalidades históricas reconocidas–. El retroceso interesado de su interpretación es el que ha conducido a despreciar las posibilidades de reforma y evolución que presenta el texto y a abandonar su espíritu integrador, convirtiéndolo en un emblema sacralizado, un techo inamovible que opera en contra de las posibilidades de mejora de su eficiencia, de la conciliación entre diferentes hacia proyectos compartidos y de convivencia desde el mutuo reconocimiento de la diversidad y especificidad nacionales que conviven en el Estado español. Pero este embarramiento no es achacable al propio texto sino a su utilización como excusa para una confrontación de modelos recentralizadores que aspiran a laminar derechos históricos reconocidos por la propia Carta del 78 y a los que ampara en sus posibilidades de desarrollo y crecimiento apelando, curiosamente, a un relato historicista de 500 años atrás y niega la realidad del último siglo.
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