La sucesión de noticias y actuaciones judiciales vinculadas al desempeño de la política o el ejercicio de funciones públicas desde las instituciones del Estado provoca una sensación de constante cuestionamiento del funcionamiento del mismo y no facilitan un diagnóstico sereno y desapasionado del momento. Si éste fuera posible, cabría hablar del caso que ha llevado a Álvaro García Ortiz a ser considerado investigado por el Tribunal Supremo sin el apasionamiento propio del discurso partidista polarizado. Éste se contamina con estrategias de desgaste político en las que el fiscal general se ha visto inmerso con cierta imprudencia por su parte. El diagnóstico desapasionado permitiría identificar una reacción visceral para desmentir bulos en torno a la pareja de Isabel Díaz Ayuso, investigada por fraude fiscal. Siguiendo ese hilo, la voluntad de desactivar la campaña política de victimismo protagonizada por el entorno de la presidenta madrileña –mediante un comunicado que aludía a conversaciones que eran parte del procedimiento– fue imprudente a la vista de que el debate se ha centrado en la actuación fiscal y no en el propio delito reconocido por el abogado de Alberto González Amador, pareja de Ayuso. Se justifica la obligada proyección de la verdad, pero en tanto se determina si conlleva una merma del derecho de defensa por revelación de secreto, el ruido está servido.

Es lo que diferencia una intención de proteger la imagen de la institución de la Fiscalía de un delito. Pero también es preciso recordar que la investigación a la que será sometido el fiscal general no está sustanciada en la propia comunicación emitida, que es pública y no revela, solo confirma, datos publicados por varios medios informativos con anterioridad. Es la denuncia, que el Tribunal acoge como verosímil, de que la filtración a la prensa –de la admisión de dos delitos de fraude por parte del abogado de la pareja de la presidenta de Madrid– pudo venir de la Fiscalía General. Probar este extremo no está en absoluto garantizado y la investigación podría quedar en nada. Pero, entretanto, las peticiones de dimisión amparadas en un supuesto daño a la dignidad de la función, demandan su dimisión por un hecho no acreditado. En el entorno actual, es muy difícil descartar una intención política que no va precisamente en interés de la Justicia.