El esperado estreno en el marco de la 71ª edición del Zinemaldia del documental No me llame Ternera permite confirmar lo que podía intuirse dadas las características tanto del personaje entrevistado –el exdirigente de ETA Josu Urrutikoetxea, con medio siglo de pertenencia a la organización terrorista–, del entrevistador –el periodista Jordi Évole–, del formato, productora –Netflix– y lugar elegido –Festival Internacional de Cine– como de las expectativas y críticas previas realizadas a la película. El filme –huelga reiterarlo, porque tanto el director del certamen, José Luis Rebordinos, como quienes habían visto previamente la cinta, incluidas algunas víctimas, ya lo habían remarcado– no “blanquea” a ETA y retrata a un personaje oscuro, siniestro, de bajísima altura moral e intelectual, que no se arrepiente de los crímenes en los que ha estado directa o indirectamente implicado –si acaso, los “siente”– y que no es capaz de asumir sus responsabilidades. Más allá de la muy cuestionable calidad cinematográfica de la película y de su aportación real para conocer y analizar la realidad de la tragedia humana y moral que han padecido Euskadi y la ciudadanía vasca y española por la violencia de ETA, No me llame Ternera pone ante su propio espejo a Urrutikoetxea y a la izquierda abertzale que amparó, justificó, jaleó y apoyó a la organización armada con idénticos argumentos a los utilizados por el exjefe de ETA. No en vano, Urrrutikoetxea, tras ser puesto en libertad, fue elegido parlamentario por Euskal Herritarrok, formación que, en un nuevo ejemplo de infamia, lo designó para formar parte de la comisión de Derechos Humanos de la Cámara vasca hasta que huyó. Con todo, la polémica generada tanto por la derecha política y mediática, que, antes de que pudiera verse, ha llegado a pedir la censura del filme en el Zinemaldia por supuesto “blanqueamiento” de ETA, como por la izquierda abertzale, que, al igual que el propio protagonista, ha denunciado el “desequilibrio” de la película al no reflejar la violencia del Estado (y no atender, en consecuencia, a la “teoría del conflicto”) es tan absurda como estéril. Urrutikoetxea no es el juez del conflicto sino un lamentable protagonista pese a su último y relevante papel en el fin de ETA. Quedan la duda y la preocupación por si la película y su correspondiente polémica no responden más que a una triste y sobredimensionada campaña de marketing.