Con el riesgo de caer en una presunta superioridad moral, conviven estos días la lógica empatía con las mujeres iraníes y su lucha por una igualdad que se les niega arrebatándoles sus vidas con ejemplos preocupantes de cómo la enfermedad social de la discriminación de género campa con demasiada solvencia mucho más cerca. Coinciden esta semana la entrada en vigor de la Ley de Garantía Integral de Libertad Sexual con un pequeño gran escándalo de gritos machistas en un colegio mayor en torno al cual se disputa la oportunidad de reducirlo a anécdota o elevarlo a categoría. El marco de este debate trasciende el mero carácter de chiquillada en tanto convive con encendidas defensas de un determinado modo de estructuración social por razón de género, negación de la violencia machista como fenómeno específico que demanda una respuesta igualmente específica y frivolización de los usos del lenguaje, la relación social y la cosificación de la mujer. En las sociedades europeas se construyen discursos de protección de la tradición cultural y ciudadana propia frente a la presunta amenaza de costumbres importadas por mor de la inmigración pero no faltan negacionistas de la desigualdad de sexos que alimentan ideológicamente las mismas actitudes que fingen combatir. La victimización del rol masculino para oponerse a las medidas de discriminación positiva o protección de la mujer es propia de discursos articulados en torno a formaciones políticas de derecha en toda Europa. La transformación social precisa del reconocimiento de que la enfermedad de la desigualdad es real. Jóvenes de ambos sexos reciben estímulos contradictorios en este sentido cuando la iconografía que consumen refuerza estereotipos y los entornos sociales que frecuentan reconstruyen roles de género en los que hallan acomodo. Son décadas de trabajo en materia educativa y, sin embargo, aún hoy insultar a una mujer se concibe en demasiadas ocasiones como parte de un juego infantil. Por parte de muchos de ellos y de ellas. Hay un equilibrio entre criminalizar sistemáticamente ese machismo de baja intensidad, alimentando su victimismo, y frivolizarlo, alimentando su consolidación. Los líderes sociales y políticos deben asumir la responsabilidad de llevarnos a ese equilibrio como parte de su función pública y no auparse sobre ello por interés. l