Tan solo una semana después de las elecciones catalanas del 27-S, una ola de incertidumbre parecería ocultar o distorsionar lo sucedido. La comunicación o interpretación de los resultados en diferentes foros parecen abrir todo tipo de opiniones confusas, haciendo olvidar lo que se preguntaba ese día, la historia previa y el por qué y para qué de esa consulta democrática, en el marco de la única legalidad permitida desde el espacio normativo aceptado por el Estado español conforme a la interpretación y voluntad del Gobierno español.

Recordemos que, al margen de un intenso recorrido histórico, cuyo hito mediático para la nueva etapa empezaría en 1714, Catalunya ha venido, sujeta a la ley, intentando dotarse de nuevos instrumentos de gestión, de autogobierno, de determinación y de soberanía que han sido rechazados, una y otra vez, de manera unilateral, por un gobierno centralista e inmovilista cuyos viejos argumentos (unidad nacional, establishment y status quo) niegan la consideración de sujeto político a una nación sin Estado que aspira a encontrar un nuevo camino para construir su futuro. En este camino, los últimos episodios con el intento de convocar una consulta fracasaron con el partidario apoyo de los poderes mediáticos, judiciales y del aparato del Estado, soportado en una intensa campaña orquestada desde la suficiente presión a directivos y ejecutivos de empresas reguladas y afines. Impedida una consulta, el gobierno de la Generalitat y las fuerzas políticas y sociales mayoritarias en Catalunya apoyaron unas elecciones autonómicas “especiales”, en el único marco legal que dejaba en sus manos una consulta indirecta y representativa. La anunciaron como plebiscitaria, si bien se configuraba como una elección de representantes, indirectos, al Parlamento. Así, las reglas del juego eran claras: la gente votaría escaños por circunscripción y los electos conformarían la mayoría requerida para gobernar. Bajo este esquema, una coalición (Junts pel sí) optó por pedir el voto para constituir un gobierno con una agenda especial y tasada para declarar la independencia, dotarse de estructuras de Estado y negociar las condiciones, tiempos y modos de la “desconexión” del actual Estado español, con su legítima aspiración de permanecer en la Unión Europea como lo han venido haciendo desde 1986. Una ruta definida, un tiempo prefijado y un proceso para la creación de un espacio nacional diferenciado.

Por otra parte, los partidarios del no se empeñaron en negar el carácter “legal de un plebiscito” y recordaron que se trataba, tan solo, de unas elecciones autonómicas ordinarias, convirtiendo su campaña en una primera vuelta de las próximas generales españolas, rechazando cualquier opción al modelo preexistente.

Sin embargo, otros han visto otra cosa. Un partido “ganador” con 25 escaños de 135 se presenta como líder del cambio y pide la dimisión del president Mas; un partido perdedor (PSC) se proclama candidato a presidir un gobierno “transversal”, el partido del gobierno español -minoritario, escasamente presente en Catalunya y con el peor resultado de los últimos 15 años-, se “alegra” del triunfo del no y parecería hacer suyos los votos de sus adversarios; y Podemos “culpa” a la escasa inteligencia del votante por no haberles entendido. Para ellos, el demonio Mas ha fracasado y debería irse a casa (o a la cárcel), dando por terminada “la broma catalana”. Adicionalmente, quienes quieren ver diferencias en la coalición del sí y la CUP, parecen obviar la confrontación radical entre los tres partidos del no como si compartieran modelo, proyecto y vocación (suponiendo que los tuvieran más allá de la coyuntura electoral para llegar a La Moncloa).

¿Es posible afrontar la demanda soberana de Catalunya volviendo a ese punto de partida? ¿Catalunya se conforma con un nuevo modelo (o proceso) de financiación o con acoger la sede de un Senado obsoleto o de una mejoría en las desequilibradas balanzas fiscales como algunos sugieren? ¿Es hora de una promesa “federal” -cuyo alcance y contenido se desconoce- como oferta de un potencial y futurible nuevo inquilino en La Moncloa cuyo recorrido estatutario ya conocemos? En mi opinión, no. La “desconexión”, sea o no forma, ya está en marcha. La posible “Nueva España” está por reconstruirse y reconfigurarse, repensando un Estado de las Autonomías que sus propios defensores de hoy (PP y PSOE, sobre todo) se han encargado de destrozar y desacreditar. Ni la parálisis tan propia del presidente Rajoy, a la espera de que los acontecimientos terminen resolviendo lo que él es incapaz de solucionar o intentar, ni empeñarse en discursos falsos que pretenden negar la evidencia, ni discursos históricos apelando a esa España de cuyo seno han surgido ya más de 20 nuevos Estados independientes en los dos últimos siglos, ni las voluntades y aspiraciones de naciones como Catalunya (o Euskadi pese a la percepción contrapuesta y equivocada que algunos se empeñan en destacar como si la voluntad vasca se hubiera difuminado) se acabarán en un descafeinado acuerdo de continuidad.

El 27-S y el comportamiento normal, pacífico y democrático de Catalunya ha dicho claramente que apoya la ruta hacia la soberanía que le fue propuesta ante las urnas. Más valdría no equivocarse. No es un problema catalán o de Catalunya. Sería bueno que España entendiera que tiene un asunto esencial por resolver, por su propio bien y oportunidad. La Nueva España sin Catalunya (y, antes que después, sin Euskadi, en caso de que así lo decida en su momento el pueblo vasco) ha de ser diferente a la actual y siempre será mejor diseñarla que no heredarla. La independencia de Catalunya es cuestión de tiempo. Convendría trabajar en una desconexión acordada. No es un problema, sino una nueva estación alcanzable de forma activa y compartible.

Los votantes del sí en Catalunya han transmitido su voluntad en cambiar las cosas al servicio de un futuro diferente que, están convencidos, con su esfuerzo, será mejor que el actual. Así de sencillo