a Vuelta se aproxima al final, y nos deja en ese estado ideal para el análisis, para disfrutar de las conjeturas, que se produce cuando los candidatos han mostrado suficientemente las cartas, sus fuerzas, pero aún el resultado no es evidente y restan etapas para la lucha. Un estado de tensión perfecta. De Asturias a Zamora, los corredores recorrieron Galicia, un territorio hostil, o comanche, como suele decirse. No tiene un palmo de terreno llano, y los mapas de ruta son engañosos; donde no marcan puertos con nombres y apellidos, hay constantes repechos, subidas que podrían computar perfectamente para la clasificación de la montaña. Pero son tantas, que creo que, por comodidad administrativa, los organizadores evitan su bautismo. Ese espíritu ambiguo que les otorgan a los gallegos, que, como se suele decir, al cruzarse en una escalera no se sabe si suben o bajan, se refleja muy bien en su tierra. Yo soy enemigo de los clichés, de los lugares comunes, que, con la simplificación burda borran los matices, la miniatura, el detalle, donde están los verdaderos tesoros. Y en esa supuesta ambigüedad veo más bien lo plural, la complejidad, la suma. Porque así son los recorridos por Galicia, una suma, nunca repetida, de subidas, bajadas, golfos, cabos, mares, ríos, como si alguien los hubiera mezclado con la pretensión de hacer un paisaje falto de repetición, sin aburrimiento. Y para rizar el rizo de lo complejo o confuso, según se mire, estuvo la llegada de la contrarreloj al mirador de Ézaro, en la costa da Morte, sobre el océano Atlántico. Allí existe algo extraordinario geológicamente, un río que desemboca en el mar desde la altura, en una cascada. El río no consiguió, a lo largo de miles de años, excavar su valle hasta el mar, y se precipita desde un balcón. Precioso.

La contrarreloj, que terminaba al lado de esa catarata, fue trepidante. Roglic, advertido por su derrota en el Tour en una crono similar, la preparó a conciencia. Cada día, tras finalizar la etapa, se montaba en el rodillo, pero no sobre su bicicleta normal con el fin de diluir el lactato de los músculos, sino sobre la cabra de contrarreloj para no perder el acoplamiento en la exigente postura. Roglic lo hacía desde hacía bastantes etapas, y se pudo ver cómo, en las últimas, Carapaz le copiaba, y se montaba en el rodillo sobre su cabra. Pienso que el esloveno ganó ahí parte de la contienda, pues su anticipación a la copia mostraba su ventaja mental. En la carretera se confirmó. Roglic no quiso volver a vivir la agonía del Tour en La Planche des Belles Filles, y administró las fuerzas; fue el mejor de los candidatos antes de la subida, sin mucha diferencia, pero en la escalada final dio un do de pecho y sacó un buena renta. Treinta y nueve segundos con los que debe afrontar el único obstáculo restante, el puerto de La Covatilla, que, aunque duro no es un puerto extremo, y su ventaja parece defendible.

Ayer fue una jornada dantesca, de frío, lluvia y sobre todo viento. El viento es el enemigo número uno de los ciclistas, y que verifica una de las leyes de Murphy: siempre lo tienes en contra. Si vas en una dirección con el viento en contra, y giras, por agotamiento, para beneficiarte de su empuje, él cambiará de dirección. Es así. Por eso la consigna que nos daba nuestro entrenador de salir con el viento en contra, para volver con él a favor, nunca funcionaba, porque para el regreso el viento caprichoso ya había cambiado. Sin experiencia marinera, mirando al enigmático Atlántico, imagino algo así en los barcos, parecido a los ciclistas ayer, luchando con sus velas, buscando o evitando al esquivo Eolo.

Por ese terreno minado de Galicia, frente al viento constante, la carrera llegó a la Puebla de Sanabria. Una etapa que no hizo justicia, pues a tres kilómetros de la meta se batió al héroe de la jornada, el italiano Cataneo, merecedor del triunfo. Sin embargo, el ciclismo, en su faceta de equipo, tiene estas cosas, que no es justo. Y el trabajo colectivo, su eficacia, tumbó una escapada que merecía final feliz. Era un escenario para héroes, como Cataneo, pero no para la justicia, en un lugar muy triste. Porque allí ocurrió una de las catástrofes más sonadas del franquismo, que empañaba la propaganda del régimen, con el caudillo inaugurando pantanos. El 9 de enero de 1959 se rompió la presa del embalse de Vega de Tera, y el agua arrasó la aldea de Ribadelago muriendo 144 de sus 532 habitantes, que fueron arrastrados hasta el lago de Sanabria. Sólo 28 cadáveres se encontraron en el lago, permaneciendo allí el resto. Dos años antes, el dictador ha inaugurado la presa y había bendecido el embalse hidroeléctrico. Al régimen, esa tragedia le enfureció, porque escondía todo lo contrario de lo que presumía: la corrupción, el robo de recursos por las autoridades, que estaban detrás de los malos materiales con los que se construyó la presa. El pueblo que se reconstruyó un poco más arriba, se denominó Ribadelago de Franco, hasta 2018. Una insolencia macabra. Ahora, por obligación de la ley de Memoria Histórica se ha cambiado y se llama Ribadelago Nuevo, con 85 habitantes censados. Es un territorio moribundo, abandonado, un lugar más de esos llamados del país vaciado.

A rueda

La etapa no hizo justicia, pues a tres kilómetros de la meta se batió al héroe de la jornada, el italiano Cataneo, que fue el merecedor del triunfo