n los últimos años el ciclismo ha propuesto un tipo de puertos diferentes a los que construyeron la gloria, las leyendas de las montañas ciclistas, distintos a los puertos que se dibujaron sobre los viejos caminos de pasos en los Pirineos, en los Alpes, en cualquier cordillera, que la civilización conquistó y expuso como escenarios para las grandes carreras. A veces esos caminos se asfaltaron obedeciendo un capricho de reyes o gobernantes, como sucedió en el Tourmalet y el Aubisque, que antes de ser descubiertos por el Tour, lo fueron por la aristocracia, que empezó a pasar largas temporadas en los balnearios pirenaicos y que buscaba nuevos lugares para su expansión saludable. Esos puertos, como el Stelvio, el Izoard, el Galibier, el Mont Ventoux, el Gavia, no han perdido un ápice su dureza, basada en la constancia de sus pendientes y en su longitud por encima de los quince kilómetros, y cada vez que se sitúan en una prueba, dictan sentencia, como lo hizo el Stelvio en el pasado Giro. Sin embargo, el desarrollo de las bicicletas, con los nuevos desarrollos más ligeros, en conjunción con una sociedad cada vez más urbanizada que va llegando con el asfalto a lugares casi inaccesibles, a la mayoría de caminos rurales y de caseríos; es lo que explica que hayan aparecido nuevos puertos, caracterizados por sus pendientes extremas, antes imposibles de ascender con los desarrollos que se usaban. Y cada vuelta, cada país, busca los suyos. El Angliru, Azurki, al que llamaron el Mortirolo vasco, San Miguel de Aralar desde la Sakana, la Bola del Mundo en Navacerrada, el monte Oiz, entre otros. Es savia fresca, que permite renovar la leyenda, levantando nuevos mitos, algo que facilita acercarse a las nuevas generaciones a una épica que no es sólo heredada, y que pueden hacer suya.

Recuerdo que, en mi etapa juvenil, en una de nuestras habituales sesiones de entrenamiento en Miramón, Juanicorena, ciclista aficionado, nos contaba fascinado cómo había estado corriendo en Asturias y había subido a los Lagos de Covadonga. Volvía impresionado. Creo que había tenido que echar pie a tierra en La Huesera. Lo que constituye la mayor deshonra para un corredor. Era el primero de estos tipos de puertos que luego han proliferado. Con las multiplicaciones de entonces, cuando se llevaba adelante un plato de 42 dientes y una corona máxima de 23 o 24 dientes, esas pendientes se hacían imposibles. Antes de convertirme en corredor, me regalaron unos piñones que tenían una corona de 26, algo excepcional. El primer día que lo monté, salí a probarlo en la Cuesta de la Muerte de Hernani, y, con el pedaleo ágil, me sentí encantado, un gran escalador.

Para mí, entonces, la regla de oro del ciclismo era clara y elemental: para subir usar las coronas grandes, para bajar la pequeña, y en el llano, jugar con las del medio. Para darle a los pedales con la máxima revolución, la máxima eficacia en el avance. Luego, la moda de los desarrollos pesados me contaminó, y abandoné ese piñón, pasando a los habituales que llevaban la corona mayor de 23 o 24. Pero nunca me sentí tan bien subiendo como con el veintiséis. Ahora, esas multiplicaciones ligeras son las más utilizadas, permiten subir los nuevos puertos, y percibo que han cambiando el estilo de pedaleo, con una querencia por el pedaleo ágil.

Esos puertos proporcionan un bello espectáculo, en la lucha contra la gravedad, que tira para abajo del maillot, sin escapatoria ni trucos. Pero, a diferencia de lo que pudiera parecer a priori, la dureza extrema de esas rampas de los nuevos puertos, como ayer, hace tan difícil progresar, avanzar, que no permiten grandes diferencias. Es agónica. En la cima del Angliru se produjo una sorpresa, con la victoria la del joven británico Carthy. Mientras que los dos favoritos, Carapaz y Roglic, se vigilaban como en una partida de póquer, aunque el pedaleo redondo de Roglic, imposible en esas rampas, se mostraba menos eficaz que un pedaleo de pistón, a golpes de riñón, lo que le hizo ceder con respecto a Carapaz. Perdió 10 segundos, aunque el esloveno mantiene todas sus opciones intactas para la contrarreloj.

Despedimos Asturias hablando de mitos, atravesando un territorio que antaño fue escenario de una prestigiosa carrera hoy desaparecida, como tantas otras carentes de patrocinios o ayudas públicas, que han huido del ciclismo, la Vuelta a los Valles Mineros. Un territorio que no es sólo mítico por sus montañas como el Angliru, sino que también lo es por su gente, por ser tierra de mineros, duros, sacrificados, generosos, una tierra que siempre estuvo a la altura de las circunstancias históricas de lucha, como en la revolución aplastada de 1934, y en la defensa a ultranza de la República. Convirtiéndose por eso en un ejemplo, en otro mito, en un mito de la clase trabajadora.

Un poeta del sur, Pedro Garfias, es quizá quien mejor explicó su admiración por esa tierra, quien mejor habló de esa tierra en su poema Asturias, al que puso música un asturiano ilustre, Víctor Manuel. Mitos, que se convierten en lugares de la memoria, en homenaje y sueño, en pasado y en futuro, por lo que tienen de pendiente, por hacer, y que por eso siguen vivos. Como nos dicen Garfias y Víctor Manuel: "Mirad obreros el mundo, su silueta recortarse". Es Asturias.

A rueda

Enla cima del Angliru se produjo una sorpresa con la victoria del joven Carthy, mientras Carapaz, que recuperó el liderato por diez segundos, y Roglic se vigilaban como en una partida de póquer