na nueva generación empieza a dictar su hegemonía en las grandes pruebas ciclistas. Esa quinta de jóvenes entre los 20 y los 25 años, que pugnan con los que rondan la treintena, la edad de la plenitud del ciclista que se decía antaño, y que ha desplazado definitivamente a la anterior, la más veterana, la de Valverde. La pugna promete ser trepidante. Los Hirschi, Evenepoel, Van Aerts, Van der Poel, Bernal y Pogacar contra los Kwiatkowski, Froome, Thomas, Nibali, Dumoulin y Roglic. Lo nuevo está naciendo pero lo viejo no ha muerto todavía. El ímpetu de la juventud que observo en su forma de pedaleo, más eléctrico, con más cadencia, más brío, contra el rodar resistente, más pesado, de los veteranos. Dos estilos. Y, como en el ciclismo actual se están imponiendo las carreras y etapas más cortas, con subidas de gran pendiente pero no muy largas, prevalece la garra de los jóvenes. Como se vio en la reciente Flecha Valona en las piernas del suizo Marc Hirschi, que ya había mostrado su clase en el Tour, venciendo en una etapa, y con su bronce en el mundial. Toda esta generación tiene un denominador común: llegan a la cúspide después de haber sido los mejores, destacados, en las categorías inferiores. Atesorando todos ellos títulos europeos y mundiales, sub-23 o junior. No son ningún milagro que irrumpe de una manera sorprendente. Hay jóvenes que siendo campeones en las categorías inferiores, llegan tan exprimidos a la elite, que allí no cumplen las expectativas depositadas en ellos. Recuerdo que ése fue el caso de Julián Gorospe; lo ganaba todo en juveniles, en aficionados, y parecía que iba a ser una gran figura, pero se quedó en un buen corredor. No parece el caso de todos éstos, quizá porque han sido elevados pronto a la categoría profesional, y no se han desgastado, vaciado, en los esfuerzos durante años en la categoría amateur, con el fin de conseguir su plaza entre los profesionales.

La Flecha Valona, igual que la próxima Lieja-Bastogne-Lieja, se disputa por las Ardenas, un territorio cargado de historia. Allí, en esas colinas que escalan los corredores, se libró la batalla de las Ardenas, una de las decisivas de la II Guerra Mundial. Colinas en las que las carreteras, por su trazado recto y sin apenas curvas, no parecen tener la pendiente que verdaderamente poseen, cerca del 10%, y que las hacen difíciles sobre la bicicleta. Es también un territorio, ése de Lieja, impregnado de historia obrera. De la que no estamos tan alejados si atendemos a la memoria. A Lieja llegaron desde Santurce numerosos niños republicanos, y fueron acogidos por familias con mucho cariño, creándose en algunos casos, posteriormente, el drama de la duplicidad, con dos familias y el corazón partido. Muchos no volvieron hasta que fueron muy mayores, cuando el régimen franquista había desaparecido o agonizaba. Otros muchos republicanos llegaron, hombres y mujeres, tras la derrota de la República, y se instalaron en esa tierra, guardando entre ellos un profundo vínculo, afectuoso y político, organizándose en centros de inmigrantes, manteniendo viva la llama de la esperanza de la democracia. Tuvieron una fuerte presencia en la vida política y cultural de Lieja, que no les olvidó, y, en la explanada que antes ocupó la prisión de Saint Leonard, donde también penaron muchos militantes obreros, construyó una plaza que dedicó a esos refugiados republicanos, dominada por una frase en grandes letras de acero, reproduciendo un texto de Federico García Lorca:

“En la bandera de la libertad bordé el mayor amor de mi vida”.

En la periferia está Huy, donde terminó la Flecha, y donde otrora hubo una prisión fortaleza, que se veía al paso de los corredores, en la que los nazis encerraron a centenares de resistentes y antifascistas belgas, ente ellos al gran pintor Paul Daxhelet. Y no muy lejos está Seraing, el símbolo de villa obrera por excelencia. Los hermanos Dardenne, reconocidos cineastas, siempre arrancan sus películas con la misma expresión: “En el pueblo de Seraing, cerca de Lieja…”. Es un manifiesto de intenciones, no es algo vacío, al modo de nuestro Don Quijote: “En un lugar de la Mancha…”. Se trata de una manera de arrancar el relato diciéndonos que éste no es indiferente al sitio, y, al anclar la historia en Seraing, se nos indica que se va a contar algo sobre la vida de la clase obrera del territorio de Lieja. Igual que Cervantes con La Mancha nos dice desde el principio que vamos a adentrarnos en un territorio impreciso, entre la realidad y la fábula, el de las novelas de caballerías. Seraing tuvo un teatro obrero propiedad de los sindicatos, donde, en 1929, impartió una conferencia el gran cineasta soviético Eisenstein, y proyectó su última película La línea general. Territorio de luchas, de antagonismo de una clase, alumbrando formas de vida y cultura proletarias autónomas.

Geografía, espacio, colinas de Valonia, en las que los caminos y ciudades ponen la cultura, la memoria, que construye el lugar, lo que atraviesan los ciclistas en la Flecha Valona, en la Lieja. Lo que, gracias a las carreras, podemos ver por la televisión, lo que está detrás de las casas grises, de las chimeneas, de las fábricas que aún pueblan la ribera del Mosa, y donde tantos sueños murieron, alejados de su tierra, anhelando la libertad.

A rueda

Una nueva generación empieza a dictar su hegemonía en las grandes pruebas; esa quinta de jóvenes entre los 20 y los 25 años, que pugnan con los que rondan la treintena