in. Se acabó el Tour. En estos menguantes días de otoño que se avecinan, nos sentiremos huérfanos de ciclismo. Vendrán otras carreras, el Mundial, las clásicas, el Giro, la Vuelta, pero cuando se termina la más grande de todas es imposible sustituirla en el espíritu, no sentir su ausencia. Percibimos el peso del calendario que gira otra página de la vida, otra muesca, otra pérdida, como la caída de un verano, el fin de un hermoso viaje, algo que nos ha absorbido a fondo, nutriéndonos de novedades, de felicidad, y que se acaba. ¿Por qué el Tour es distinto, por qué tiene ese calado que no tienen el resto de pruebas? Tiene a su favor la épica de los orígenes, el hilo rojo que ha resistido a través de la historia sin romperse, que conecta los modernos récords deportivos con aquellas hazañas de los pioneros; cuando salían de noche para recorrer etapas maratonianas cercanas a los 400 kilómetros, para subir los puertos de montaña cuando aún eran caminos de pastores; cuando cada uno tenía que reparar con sus propias manos cualquier avería, como contamos que le ocurrió a Eugene Christophe, quien tuvo que soldar él mismo la horquilla de su bicicleta, que se le partió descendiendo el Tourmalet, en la fragua que le prestó un herrero en Saint Marie de Campan. Sí, el Tour ha conseguido esa continuidad histórica que le permite estar en el mito, en la leyenda. Lo que es un ejemplo para la vida, hay saber renovarse sin perder ese hilo rojo, las esencias, las raíces, sin perder la identidad. Por eso, en los campeones de hoy, en Pogacar, Roglic, Landa, sobre sus perfiles, podemos ver las sombras de aquel ciclismo de supervivientes, de expedicionarios.

También porque el Tour ha logrado, gracias a ese prestigio que atesora, que cada especialidad se exprese en él como en ninguna otra prueba. De manera que cada año se presentan en la salida, y en plena forma, los mejores escaladores, los mejores esprínteres, los mejores rodadores. Es un compendio, una enciclopedia de ciclismo de todas las clases, lo que constituye una bella forma de unión. Escribo esto, y me doy cuenta que acabo de replicar el primer artículo de la Constitución republicana, que decía lo siguiente: “España es una república de trabajadores de todas las clases”. El Tour es esa República, donde todos se aplican, cada uno a lo suyo, a su arte, y, haciéndolo, dan esplendor, brillo, a la obra conjunta. Hay en la vida, en la historia, acontecimientos que consiguen reunir la unanimidad, juntar los esfuerzos y sueños individuales en una causa común superior; no hay muchos, y el Tour es uno de ellos.

Una posible red de dopaje ensombrece de pronto los destellos de la prueba. En el libro Muerte en el Aubisque me adentré en una Operación Puerto imaginaria. Allí retraté tres perfiles de tramposos: el que es obligado a doparse por el propio equipo; el que es animado a ello mientras sus técnicos miran para otro lado; y quien lo hace solo, en búsqueda de una gloria para la que sus fuerzas no alcanzan. Todo esto tiene que ver con la verdad, y constituye un dilema moral. Se trata de que hay unas normas que algunos quieren sortear para su beneficio. O todos o ninguno. Es la única regla que nos permite medir y comparar a unos con otros, que es la esencia de la competición.

Emocionalmente, la carrera no ha decepcionado. Nos ha mantenido en vilo hasta el final, con la guinda de la sorpresa, con el inesperado triunfo de Pogacar. Si se buscaba mantener la incógnita hasta el último momento, se ha logrado. Aunque observando el conjunto de la prueba, no sólo su desenlace, me atrevo a resaltar algunos aspectos críticos. A esa emoción ha contribuido una carrera muy cerrada por el equipo de Roglic, con pocos ataques y diferencias muy escasas de tiempo entre los principales favoritos. Lo que hacía que se librara una lucha por los segundos en el último puerto de las etapas de montaña. Al situarse la crono la víspera de la llegada a París, y consistir en una cronoescalada, los especialistas en la montaña no se sentían implorados a realizar grandes ataques para obtener rentas, que luego sospechaban que podían perder contrarreloj. Lo mismo cabe decir del recorrido propuesto, que excluía una contrarreloj llana al principio de la prueba. Eso ha permitido más intriga, pero también ha evitado ataques de los grimpeurs, necesarios otras veces para recuperar el tiempo perdido.

Estamos prisioneros de las emociones rápidas, de recompensa inmediata, frente al televisor. Pero yo echo de menos también el ciclismo de resistencia, el de las etapas largas, con puertos en los que los equipos se deshacían por el desgaste, y veíamos cabalgadas solitarias, lentas, donde el cansancio impedía una velocidad frenética, o la resolución postergada para el último kilómetro del último puerto. Hinault y Lemond en Alpe d’Huez, Pantani en el Galibier, por no mirar más atrás. Ese ciclismo de soledad, pausado, que experimenta uno en su ciclismo de aficionado, cuando se pierde por carreteras y rueda solo, bajo la fatiga, que aún permite llevar sangre al cerebro para poder soñar, recordar, valorar la experiencia del paisaje. Una velocidad filosófica, que tenía el viejo ciclismo, al que todos, los normales, nos parecemos más.

A rueda

Vendrán otras carreras, el Mundial, el Giro, las clásicas... Pero cuando se termina la más grande de todas, es imposible sustituirla en el espíritu