chaba de menos las etapas tranquilas del Tour de France, cuando el pelotón circula compacto, agrupado en todo el ancho de la carretera, bajo un sol plomizo, mientras algún que otro valiente intenta la fuga en solitario, sin conseguir desprenderse del todo de la pereza que atenaza al paquete. Las echaba de menos porque esas etapas también caracterizan al ciclismo de las grandes vueltas. A lo largo de 21 días seguidos sobre el sillín, deben manifestarse los distintos estados físicos y de ánimo. Porque los ciclistas son humanos, terrenales. No pueden estar todos los días, etapa tras etapa, corriendo y disputando la carrera a tope desde la salida. Son necesarios estos oasis, para recuperar las fuerzas antes de las próximas batallas. Y si los miramos así, con esa visión de conjunto de la prueba, como oasis, son también bellos momentos de ciclismo. En los que podemos detenernos y apreciar detalles de las bicicletas, de los maillots, del compañerismo entre rivales, porque como decía el poeta “el horizonte es el espanto, la miniatura es el amor”.

También lo admito, me gusta esta otra velocidad del Tour porque significa ir a contracorriente. Ahora está de moda despreciar aquello que no proporciona una recompensa inmediata de emoción, con intensidad casi nerviosa. Y yo reivindico también la experiencia pausada, la de la emoción del pensamiento, del degustar lento sin que ello menoscabe el placer de lo vivido, porque al contrario, lo amplía. Además, veo en esta trepidante ofensiva de entretenimiento, de la que cuesta abstraerse, aislados en pantallas de todos los tamaños, algo sospechosamente parecido al mercado. Podemos escuchar el enfado en algunos medios de comunicación, en cuanto los ciclistas bajan su ímpetu de vatios. Dicen que se quiere el espectáculo, que lo reclaman quienes lo pagan; es decir las televisiones o las plataformas. Y definitivamente somos cautivos de eso. Recuerdo cuando, aún no hace mucho tiempo, se discutió en el Parlamento sobre la elaboración de un listado de competiciones deportivas que debían ser catalogadas como de interés público, para que no fueran secuestradas, bajo la compra de los derechos, por las cadenas privadas. Esa ya es una batalla perdida. Pero no confundamos ese frenesí que reclaman, ese espectáculo, con el deporte. Porque no lo es. Es consumo, y podría ser sustituido por cualquier otra cosa. No es el deporte interiorizado, con valores, que nos mejora, que nos permite conectarnos en el acto y ser activos incluso cuando lo vemos, penetrarlo, ser en él. Se nos convierte en espectadores de todo. Por eso reivindico el placer de esa velocidad lenta, que nos hace reflexionar, ser protagonistas.

Esa lentitud que es, a la vez, el prólogo para la máxima expresión de la velocidad en la bicicleta, la del sprint. Y que nos brinda, como estos días, esos finales frenéticos y fulgurantes, llenos de adrenalina. Con los artistas jugándose el tipo, como trapecistas sin red, que lo arriesgan todo por la victoria, pasando por donde parece imposible, a velocidades de 75 kilómetros por hora. Sagan, Van Aerts, Bennet, y Ewan, los mejores velocistas, a los que sus equipos hacen el trabajo de protección y lanzamiento hasta los últimos trescientos metros, siendo tan decisiva su punta de velocidad, como esa protección del viento, o el lugar desde el que arrancan.

El ciclismo, ya lo hemos dicho, permite recorrer el paisaje y la historia, revisitarla. Cerca de esa zona de Francia está la patria chica de Raymond Poulidor, ausente por primera vez en el Tour, tras su fallecimiento inesperado en noviembre del año pasado. Poulidor, apodado el eterno segundón, debido a que quedó tres veces segundo en el Tour y otras tres tercero. Un apodo injusto, pues atesora un palmarés con muchas y prestigiosas victorias. Poulidor tuvo la mala suerte de que su carrera se cruzase con las de Jacques Anquetil y Eddy Merckx. Su tenacidad fue ejemplar. Nunca maldijo su destino, sino que siguió peleando cada vuelta, demostrando el valor de ser segundo, de mantenerse en pie. Esta idea ejemplar me recuerda a aquella contenida en una carta que el filósofo Antonio Gramsci le escribe a su hijo desde la cárcel, después de relatarle las mil calamidades por las que ha pasado, le dice: “Cuando todo parece perdido, hay que volver a poner tranquilamente manos a la obra, empezando otra vez desde el principio”. Es lo que hacía siempre Poulidor, y lo que le hizo feliz. Leí una vez que, después del ciclismo, cambió de coche sólo cuando éste tenía 748.000 kilómetros.

No muy lejos de Poitiers hubo varios campos de refugiados republicanos españoles, donde penó mi familia tras huir de Barcelona. Son más conocidos los campos que estaban cerca del Pirineo o en el Mediterráneo, como Gurs, Saint Cyprien, o Argelès, pero en esta zona centro-oeste hubo tres. Les Alliers, Ruelle sur Touvre, y Magnac-Laval. En este último estuvo encerrada la escritora Teresa Pàmies. Y desde Les Alliers, partió el tristemente conocido “Convoy de los 927”, cuando el 20 de agosto de 1940, tras la ocupación nazi, hombres, mujeres, niños, familias completas, fueron enviadas a Mauthausen. Allí fueron seleccionados, y de aquellos 927 republicanos, 470, los hombres y los niños mayores de 13 años, fueron encerrados en el campo, el resto fueron devueltos y entregados a Franco. De aquellas 470 personas, 409 murieron en el campo de exterminio.

A rueda

Poulidor, apodado injustamente el ‘eterno segundón’, tuvo la mala suerte de que su carrera se cruzase con las de Jacques Anquetil y Eddy Merckx y su tenacidad fue ejemplar