olamente restan unos días para que el 1 de agosto se estrene la temporada ciclista, con la Strade Bianche discurriendo por los caminos de tierra blanca de la región de la Toscana. Pero confieso que junto a la emoción ante ese día, siento también una gran incertidumbre. Porque no sé cómo reaccionará mi espíritu ante el cambio de rutinas. Nos acostumbramos, la vida societaria es así, a determinados ritmos, secuencias, hitos, que se suceden ordenados en el tiempo y que pautan nuestra vida, ofreciéndole un cauce, restándole la libertad plena, pero mostrándonos también el estímulo del reto, de lo deseado que se sabe que va a llegar. Porque el deseo también necesita tener sus perfiles de apoyo, necesita construirse, dibujar su silueta, bien sea la de la persona amada, o la de las batallas ciclistas en ciernes. El deseo también necesita el modelo. De esa manera el tiempo se convierte en algo prometedor, y el futuro en una meta, un objetivo esperanzador. Y ese tiempo encauzado incrementa su fuerza, concentra los anhelos, no los dispersa. Llega cada fecha cuando corresponde, nos pilla preparados, y eso nos permite extraer todo su potencial. No es fácil cambiar los hitos, que se alimentan de nuestros recuerdos vividos en torno a ellos.

Tras el Tour, llegaba el cenit del verano, y yo me evadía en el sol, las montañas, el mar, las lecturas. Era la puerta a ese otro universo íntimo esperado, propio, de crecimiento. Y este año sucede al revés. Enfrascado ya en las lecturas de verano, me pregunto si voy a ser capaz de retroceder. De volver a la tensión necesaria para palpitar con el deporte como espectador. A esa tensión dramática que se requiere para penetrar en el ciclismo, para fusionarse, imprescindible para disfrutarlo frente a la televisión, sin abandonarse a la siesta. La implicación, la de las grandes causas, que hacen que lo que antes era ajeno se haga nuestro. Recordaba así la estrofa de un poema no muy conocido de Miguel Hernández, dedicado a estimular a aquellos jóvenes estudiantes que por las necesidades impuestas por el alzamiento fascista se veían obligados a partir al frente para defender la República.

"Dejad los mapas y los cartapacios, / Y ese color caído de estudiantes. / Es hora de entregar a los espacios / vuestra imaginación de comandantes".

Entre libros, playas, soles, placeres, ¿seremos capaces de dejar los mapas y mirar al nuevo ciclismo con esa actitud necesaria? Tengo el temor de que solo si las hazañas de los corredores son extraordinarias serán capaces de conquistar nuestra imaginación, que ahora vaga en otras lides.

En este julio que se pasó sin el Tour de Francia, recordé algo que había leído sobre el del año 1936. Y creo que vale la pena recordarlo. En cuanto al recorrido, no era una prueba muy distinta a la actual, contaba con 21 etapas y 4.442 kilómetros. Aunque entonces se corría por equipos nacionales, con diez corredores por país, más un contingente de participantes que lo disputaban por libre, a los que llamaban touristes-routiers. La organización cursó una invitación a cinco corredores españoles, que junto a cinco luxemburgueses, debían formar un equipo mixto. Para garantizar la equidad tecnológica, todos los corredores montaban la misma bicicleta, la oficial, de color amarillo, en la que solo podían ajustar la altura del sillín y la longitud de la potencia del manillar. Los corredores de la República fueron: Mariano Cañardo, Julián Berrendero, Salvador Molina, Emiliano Álvarez y Federico Ezquerra, de Gordejuela, Bizkaia. El maillot de los cinco era morado con dos franjas estrechas en el pecho, una amarilla y otra roja. Aunque la efervescencia política antifascista que se vivía en España, hacía que la atención principal de la opinión deportiva estuviera en las Olimpiadas Populares de Barcelona; los éxitos de los cinco corredores llevaron el foco también al Tour. El 19 de julio, al día siguiente del golpe franquista, Ezquerra ganó la etapa Niza-Cannes, y al subir al podio, no descorchó la botella de champagne que se le obsequió. Se especuló mucho sobre ese gesto. Pareció una señal de duelo ante lo que sucedía en su país. Berrendero ganó el premio de montaña del Tour, y en la general final, Mariano Cañardo fue el mejor, con su sexto puesto. ¿Y cuál fue el destino posterior de los cinco republicanos?

Berrendero se quedó en Francia, regresó tras la guerra, siendo detenido en la estación de Irún, y condenado a 18 meses de reclusión que penó en los campos de concentración de Espinosa de los Monteros, Burgos; y Rota, Cádiz. Ezquerra también se quedó en Francia, en Pau. Cuando regresó, tras la guerra, no fue detenido pero fue inhabilitado durante algún tiempo para correr carreras ciclistas. Mariano Cañardo, volvió a Catalunya, y tras la contienda, también fue castigado como Ezquerra, sin poder competir durante un tiempo. Emiliano Álvarez no volvió nunca, vivió en Pau, corrió el Tour de 1938, en 1939 dejó el ciclismo, y en 1948 se exilió en Argentina. Salvador Molina, militante de la JSU, desempeñó un papel activo antifascista, organizando pruebas y corriendo en ellas para recaudar fondos para la guerra; tras la derrota se exilió, primero en Francia y luego en México, donde murió en 1983.

A rueda

Los éxitos de los cinco corredores llevaron el foco al Tour de 1936; al día siguiente del golpe franquista, Ezquerra ganó la etapa pero no descorchó la botella de champagne