La Carrera de la Paz
n estos tiempos de confinamiento, de aislamiento social, carentes de competiciones ciclistas, sin manifestaciones del primero de mayo, con todas las banderas y sueños congelados, me viene a la mente una historia en la que convergen las bicicletas con la fiesta de los trabajadores. La comparto porque quizá alivie a algunos de su pasión ciclista, y a otros de la ausencia de las calles. Esa historia es la de la Carrera de la Paz.
La Carrera del Paz, una prueba aquí casi desconocida, nació en 1948. Igual que el Tour fue inventado por el diario L'Auto para vender más periódicos; y el Giro por La Gazzetta dello Sport, por los mismos motivos; la Carrera de la Paz también se originó por una iniciativa de la prensa, de los tres diarios de los partidos comunistas gobernantes de Alemania oriental, de Polonia y de Checoslovaquia, Neues Deutschland, Trybuna Ludu y Rudé Právo, respectivamente. El objetivo declarado de los tres diarios organizadores era el de fomentar la distensión mediante el deporte, en pleno despliegue de la guerra fría. Además, o principalmente, aunque eso no fuera explícito, la carrera debía ser el escaparate del mundo socialista, de los constructores de esa nueva sociedad que en esos momentos, en 1948, todavía suscitaba un amplio consenso en las masas de esos países, tras la derrota del nazismo. Un escaparate del hombre nuevo, dedicado a la construcción de una idea superior para la que dedica toda su energía. La reconstrucción de países devastados por la guerra, junto a ese ideal colectivo, estimuló el estajanovismo, la producción intensiva, El hombre de hierro como tituló el gran cineasta Andrzej Wajda en su película. Esos hombres de acero debían ser los protagonistas de la Carrera de la Paz, que era una vitrina para mostrar, a través del deporte, su poderío frente al occidente capitalista.
Varsovia y Praga fueron las ciudades donde se iniciaba la carrera durante las primeras ediciones, pasando, a lo largo del recorrido, por Berlín. La carrera siempre comenzaba el día 2 de mayo. Se trataba de una fecha elegida para que la víspera, el día 1 de mayo, todos los corredores estuvieran en la ciudad de partida, y desfilaran con sus bicicletas en la manifestación obrera, por las avenidas principales de Varsovia o de Praga, engalanadas con eslóganes, banderas, estrellas rojas, retratos de Marx y Lenin. En esos primeros años, aún la ilusión por la edificación socialista era hegemónica. Lo comentaba el prestigioso sociólogo Zygmunt Bauman, el que acusó la expresión de la modernidad líquida, que vivió esos años en Varsovia. Se habían entregado las fábricas a los obreros, las tierras a los campesinos, la burocracia aún no era un fenómeno visible, y en todos reinaba un gran entusiasmo, decía Bauman.
La Carrera de la Paz nacía para convertirse en una prueba importante, con la pretensión de rivalizar con el Tour de France. Aquí, en los años del franquismo era algo vetado, proscrito, como cualquier cosa que ocurría más allá del telón de acero. Apenas aparecía nada en la prensa, y si lo hacía era con un carácter peyorativo. Como en otras esferas del pensamiento y de la vida, había que atravesar la frontera para enterarse de algo.
Mi curiosidad sobre este ciclismo se había iniciado cuando yo era un niño que no alcanzaba los diez años de edad y en una calle de Irun, en la cuesta de San Marcial, camino de casa de Rogelio Fernández, comunista, amigo íntimo de mi padre, con quien compartió prisión en Ondarreta en la caída de 1944, y que había sido un gran atleta, que tuvo por un tiempo el récord de España de los 100 metros. Y fue en esa cuesta donde le pregunté a mi padre por qué no había buenos ciclistas en el Este. Mi padre me contestó que sí los había, pero que aquí no se conocían, que aquel era otro mundo, fuera del mercado capitalista. Así que de esa manera se instaló en mí el misterio, la intriga por ese otro mundo, velado, exótico, poblado de campeones enigmáticos, desconocidos. Cuando más adelante comencé a competir y me acercaba a los catorce años, llegaron noticias de los polacos, gracias a sus victorias que eran imposibles de ocultar, Szurkowski, Szozda. Y poco antes de la implosión de aquellas sociedades del Este, apareció el mayor campeón que salió de sus filas, el soviético Souko, que con su armada roja, triunfaba repetidamente en esa Carrera de la Paz, y no solo en ella, sino que ganaba por doquier, en el Giro de amateurs, en el Tour del Porvenir.
Y muchos volvíamos a ver en Souko aquel hombre de acero de Wajda, el individuo estimulado por la gran construcción social, el de las grandes gestas, el ciclista que desfilaba el 1 de mayo por Varsovia o Praga, el luchador que, aunque cayera, se levantaba con la bandera, cumpliendo con su deber. E imaginamos que se enfrentaba en la carrera del siglo al astro occidental, Hinault. Lo imaginaba y lo veía proyectado sobre la pared de mi habitación, poblada de ciclistas y de carteles antifranquistas, carteles de Chile, y de todas las causas justas por las que el 1 de mayo los trabajadores llenaban las calles.
A rueda
Nació en 1948 por una iniciativa de los tres diarios de los partidos comunistas gobernantes de Alemania oriental, de Polonia y de Checoslovaquia