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Viviani, centauro del desierto

El velocista italiano repite victoria en un polémico esprint en eliat, la última meta israelí del giro, que hoy descansa para trasladarse a sicilia, que recoge el testigo de la carrera

Viviani, centauro del desiertoFoto: Efe

Donostia - En Eliat, un enclave portuario y turístico que refresca los pies en el mar Rojo, se impuso el ciclamino de Viviani. Lo hizo después de un inmenso desierto, donde el viento jugó, en ocasiones soplando de costado, a veces de frente, dando palmadas al final de una travesía descorazonadora a través de un océano de arena. Se elevó el italiano sobre un cuadrilátero que peritó al hombre más rápido del Giro y, probablemente, al más valiente. Porque el esprint de la última jornada en suelo israelí, fue el de los valientes. Del secarral, de los arenales del desierto de Negev -tan depresiva la visión de un ecosistema sin una penacho verde, donde no había ni beduinos ni jaimas-, brotó un esprint con demasiado polvo y suciedad. Fue un ejercicio de supervivencia donde las reglas fueron difusas, un combate en un callejón de escasa luz y destellos de codos afilados como navajas. Tormenta de arena en el Giro, que descansa hoy para trasladarse a Sicilia y recuperar el sentido común y su razón de ser.

El triunfo de Elia Viviani se produjo en el filo, en los límites, allí donde se encuentra el vértigo, el agobio y la claustrofobia; donde está prohibido pensar y urge actuar. El italiano, cubierto por la túnica ciclamino, ese color tan del Giro como el rosa que viste Dennis, soportó las malas pulgas de Sacha Modolo (Education Frist) y el zigzagueo suicida de Sam Bennett (Bora), que cargaron no solo con vatios, también con los hombros, para desorientar la brújula de Viviani, que no se extravía ni en el desierto. Al velocista italiano, que recolectó su segunda victoria en una tierra yerma, árida, le marcó el norte la manecilla del Quick-Step, que pastoreó nuevamente el debate de la velocidad. En Eliat reafirmó que es el mejor trampolín. Con su salto, Viviani predicó en el desierto. Alto y claro.

Descabezados Marco Frapporti (Androni), Guillaume Boivin (Israel) y Enrico Barbin (Bardiani), la fuga de chicle con la que se entretuvo el pelotón en una jornada maratoniana, el regimiento del Quick-Step abrió la puerta para Viviani, el cartero que siempre llama dos veces. El italiano se enterró en la chepa de Bennett, tamborileando los dedos, a la espera de su distancia, que por lo visto en las dos volatas son todas las distancias. Es el sastre de la velocidad de un Giro del que se ausentaron los diseñadores de alta costura. En un esprint low cost, Viviani no tiene sombra, salvo que estas hablen con el lenguaje hosco de los codos. Hubo miradas torvas en Eliat, la de Modolo y Bennett, cruzados con Viviani. El primero, le raspó con el hombro cuando Viviani amaneció con la fuerza de un sol de aluminio por la izquierda. Modolo, más lento, quiso ser más ancho. Viviani defendió su velocidad hombreando.

viviani evita la caída Desajustado Modolo, Bennett se enfureció. El irlandés pestañeó y para entonces Viviani le había mostrado el costado. Lo siguiente era firmarle un autógrafo con la foto de su sillín. A Bennett la idea no le convenció en absoluto. Aspiraba a mejores vistas. Envalentonado, bajó la barrera llevando hacia el vallado a Viviani en una maniobra muy fea, un adefesio, que señaló al irlandés. Bennett cambió la trazada para boicotear el impulso del italiano. Viviani no se achantó. Resistió la embestida de Bennett a un palmo de las vallas. Se mantuvo firme y sereno aunque tuvo que reducir una marcha para revolucionar el motor y tomar más impulso. Incluso con esa paradinha, Viviani, hombre bala, masticó los pedales con rabia y cogió vuelo. Equilibrista, en la cuerda floja, el esprinter italiano no se arrugó. Esquivó la caída. Malabarista, continuó su camino y empuñó el viento con un gancho formidable que le validó su segunda conquista.

El estandarte lo clavó en el único lugar habitable de un día absolutamente inhóspito, un viaje fantasmagórico por el desierto impasible e infinito de Negev, con ese aspecto marciano. Levantar la vista y mirar al frente era un suplicio, la peor de las visiones por desoladora y hostil. Nada había que ver salvo el desierto inapelable y el espectro de Lance Armstrong, que decidió seguir la carrera. Boivin, Frapporti y Bardin fueron los primeros colonos, los que con el banderazo de salida decidieron sepultarse en la arena de un paisaje sin distracciones, con el sol galvanizador, un lugar en el que enloquecer o caer deshidratado viendo visiones. El desierto no era un espejismo, era la realidad de una carrera enfangada por el dinero que tuvo que masticar arena en una visión apocalíptica y desoladora por un asfalto que garabateaba un futuro improbable. Se sabía que había una ciudad como se sabe que hay Nochevieja, pero era como creer en la Atlántida, la leyenda que respira bajo el océano. En el desierto todo fue desesperanza en una postal que nunca mudaba, que asfixiaba. Un horno. En él se quemó el esfuerzo de Boivin, Frapporti y Bardin. No hubo oasis para ellos, que perecieron tras 220 kilómetros cabalgando hacia el ocaso. A media tarde, en Eliat, al fin entre gente, brilló el fulgor de Elia Viviani, el rey de la velocidad, el mejor centauro del desierto.