Gestionar las ilusiones, los deseos y la energía en todo. En la amistad, en la pareja, en el cine. Y conservar el entusiasmo. Es el mayor desafío al que se enfrenta casi a diario Jonás Trueba (Madrid, 1981). El cineasta reivindica el cine de andar por casa, el de las historias sencillas, pero trascendentes, y, en la era de la IA, se posiciona claramente frente a la dictadura del algoritmo.
‘Besos robados’. ¿Por qué escoge esta película de Truffaut y de la serie de este personaje (Antoine Doinel)?
Son dos cineastas muy queridos para mí y, además, hablo mucho de ellos en los textos. Besos robados la elegí porque me parece su película quintaesencial, si se puede decir así; la que recoge más claramente como el tipo de cineasta que era.
¿A qué se refiere?
Es una película que tiene una gracia particular y que aguanta muy bien el paso del tiempo. Además, está hecha de manera muy rápida, con cierta imperfección, ya que, en esos momentos, él estaba ocupado en otros asuntos; algunos personales y otros sociales y políticos. Hay que tener en cuenta que el rodaje tuvo lugar en Mayo del 68. Y me parece bonito reivindicar cómo, a veces, las mejores películas han sido hechas sin una gran pretensión y en medio de otras muchas cosas en las que la vida y el cine se mezclan. También por eso es una película que me ha gustado siempre, la he visto muchísimas veces desde que era joven, y creo que proyectarla es una oportunidad para gente joven que no la conozca y para quienes la vieron hace años.
Y proyectarla en pantalla grande.
Eso me parece fundamental. El acto de ir al cine hoy se ha convertido en un gesto más fuerte de lo que era hace 50 años, cuando era casi como ir a misa o a comprar el pan. Las ciudades tenían muchas más salas de cine y el ocio estaba más limitado que hoy. Por eso digo que ahora me parece un gesto más decidido. Ya quedan menos cines, la gente va menos, pero la que va escoge con cuidado, hace un esfuerzo y toma una decisión más radical.
Truffaut dijo que el cine es más importante que la vida. ¿Dónde se sitúa respecto a esa afirmación?
(Sonríe) Bueno, es que Truffaut es un personaje muy único en la historia del cine. Esa frase está dentro de una de sus películas, La noche americana, y creo que lo que quiere decir en realidad es que el cine forma parte de la vida y apenas se distingue de ella. Él pensaba que el cine podía mejorar o enmendar la vida. Hay que tener en cuenta que Truffaut fue alguien salvado por el cine. Tuvo una vida muy complicada y siempre se sintió en deuda porque ahí encontró un cauce para no matarse cuando era joven. Fue un chaval abandonado, no querido, que sufrió mucha precariedad y que se salvó cuando encontró las bibliotecas, los cineclubs... En ese ambiente conoció a personas que le ayudaron y que le dieron lo que no le daba su familia. Así que esa frase puede sonar fuerte, pero en su caso está cargadísima de significado.
En su caso, sí que viene de una familia en la que el cine está muy presente.
Sí. He tenido la suerte de crecer en un ambiente donde el cine formaba parte de la vida cotidiana. Y eso ha hecho que tenga una visión no idealizada, no glamurizada, sino bastante real. He estado rodeado de gente que hacía películas, como mis padres y otros familiares. Así que, para mí, el cine forma parte de la vida de una manera absolutamente natural, y cuando hacemos películas, intentamos que todo eso se deje ver, que se vea cómo estar haciendo una película forma parte de la propia película. Para mí, esa es una forma de establecer complicidad con el espectador.
¿También intenta, como Truffaut, enmendar la vida a través del cine?
Sí, nuestras películas son ficciones muy tímidas, a veces casi más documentales, pero es verdad lo que dices: muchas veces te atreves a hacer pequeños gestos, a plantear determinadas situaciones que a lo mejor te gustaría vivir, pero prefieres hacerlo a través de la película, que, al final, también es una forma de vivirlo. En ocasiones he planteado algunas situaciones en las películas en esos términos; como diciendo vamos a espantar o exorcizar ciertos fantasmas y vamos a reírnos de nosotros mismos cuando hacemos y decimos según qué cosas. Entonces, sí, las películas me han ayudado a tomar distancia de ciertas cosas o a aproximarme más en detalle a otras que me interesan.
Ahora se habla mucho de la autoficción, tanto en el cine como en la literatura. ¿Dónde se sitúa respecto a esta etiqueta?
No sé si me convence. Este tipo de etiquetas me suenan artefactosas, sobre todo porque la autoficción ha existido siempre. Es como lo de la metaficción en el cine; no me gusta porque me parece como muy intelectual. Todo es mucho más sencillo. Es lo que intentaba explicar antes. Para mí nuestras películas no son metaficciones, sino que intentamos poner en primer plano la propia artesanía de la película, que tú la veas y sientas cómo se hace. No es un planteamiento intelectual, sino algo más físico, más honesto. A mí me gusta cuando el creador se mete dentro de la ficción, que no esté desaparecido y parezca que las cosas caen del cielo; eso ayuda a crear complicidad.
¿Como cuando el teatro rompe la cuarta pared?
Sí, eso es. Por ejemplo, recuerdo que cuando estaba leyendo el libro Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz, me parecía muy bonito como él de vez en cuando detenía la narración y te colocaba ahí como en su lugar, escribiendo, pensando, dudando del libro de memorias que estaba creando. Rompía esa cuarta pared y establecía un vínculo muy honesto con el lector. Muchos escritores encuentran su manera de hacer sentir su presencia y, a mí como lector, eso me genera confianza.
Se suele decir que el suyo es un cine de lo cotidiano, aunque en ocasiones ese concepto se desprecia por simple; cuando quizá es ahí, en lo sencillo, donde muchas veces está lo trascendente.
Es un poco culpa nuestra. A veces no damos suficiente valor a muchas de las cosas que tenemos cerca, justo delante. Y yo creo que es importante reivindicar que todos vivimos en una película que podría merecer la pena ser contada; que el cine no tiene por qué ser siempre algo que nos queda tan lejos, tan espectacularizante y enorme, y recordar que, antes de nada, el cine empezó siendo un acto de reafirmación cotidiana.
¿Cómo se lleva con el verbo entretener?
Bien. No creo que haya que tener problema con eso. La complicidad también es una forma de estar juntos y tiene que ser entretenida. Lo que pasa es que parece que esa palabra está ligada a la industria de entretener por entretener, y hay una obsesión con eso. Y yo creo que el cine puede ser divertido, pero también reflexivo y muchas otras cosas al mismo tiempo. Hay muchos clichés y muchas palabras manidas que nos llenan de prejuicios. A mí no me gustaría aburrir a la gente; me gustaría pensar que hacemos películas donde la gente se pueda entretener y sentir bien y a gusto o también encontrar tranquilidad.
Hace poco, Remedios Zafra ha ganado el Premio Nacional de Ensayo con un texto en torno a la confusión que existe entre ocio y cultura, y entre productividad y creatividad.
En el cine hay mucha obsesión con la eficacia, con hacer productos que funcionen, que den con la tecla, que acierten en el sentido de que tengan éxito. Y siempre hay que aspirar a más y más y más, generando una dinámica que para mí es muy perjudicial; esa necesidad como de querer gustar a todo el mundo y de crear productos que se justifiquen en base a la audiencia. Creo que vivimos en un momento complejo con tanto ocio, y está bien reivindicar que se pueden hacer películas, libros y otras obras de creación que pueden ir al encuentro con las personas sin estar sometidos a esa obligación.
Entonces, ¿dónde se coloca en esta dictadura del algoritmo?
No lo tengo en cuenta. En eso consiste la batalla de hoy, en resistir a todo eso. Es interesante pensar que la IA ha venido a cumplir los sueños húmedos de tantos productores que siempre han querido dar con la fórmula matemática para hacer la película perfecta. Durante años creyeron que teniendo el mejor guion basado en la mejor novela, el mejor director y los mejores actores, daría como resultado la mejor película.