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El Guggenheim se abre a la creatividad infinita e indómita de Helen Frankenthaler

Una treintena de obras repasan la trayectoria de esta artista, clave en el engranaje evolutivo del movimiento abstraccionista

El Guggenheim se abre a la creatividad infinita e indómita de Helen FrankenthalerPankra Nieto

Se dedicó al arte en cuerpo y alma. Seis décadas, ni más ni menos. Dicen que se emocionaba cuando asistía a los montajes de sus exposiciones y comprobaba las miradas de admiración, sorpresa y desconcierto de la gente que había alrededor. Así la recuerdan quienes la vieron en 1998 cuando estuvo en el Museo Guggenheim. Aquello fue un aperitivo a comparación de la antología artística que ahora está en Bilbao. Helen Frankenthaler (1928-2011) regresa casi treinta años después con una retrospectiva que refleja la capacidad creativa, revolucionaria incluso, de esta mujer reconocida mundialmente por la crítica, sobresaliente en mundos estéticos de firmas masculinas y figura esencial en la historia del arte. Son treinta obras de gran formato. Treinta ventanas abiertas a territorios infinitos y salvajes.

De ahí el título de la exposición: Pintura sin reglas. Y es que las formas y los colores se entremezclan en sus cuadros pero sin confundirse. Son pero no son. Y lo que parece un sin querer es en realidad un queriendo. Porque esa libertad creativa que late en sus obras va más allá de la espontaneidad y es, en realidad, un ejercicio de sinceridad creadora.

En palabras de Douglas Dreishpoon –comisario de esta muestra– adentrarse en el universo Frankenthaler es lo más parecido a dejarse atrapar en un torbellino. “Es un espacio de ilusionismo que te lleva a otra dimensión y te enseña a soñar”, expresó durante la presentación de este compendio de la artista estadounidense.

De algún modo, las técnicas empleadas por Frankenthaler –disruptivas en su momento y democratizadas hoy en día para el común de los mortales– humanizaron las geometrías. Ella sola fue capaz de marcar el paso a la pintura moderna. Lo hizo década a década, trazo a trazo, transformando el óleo en acuarela –para lograr ese efecto usaba trementina o queroseno– y pasándose al acrílico en busca de nuevas texturas cuando lo creyó oportuno en su constante evolución y aprendizaje. Con 23 años firmó su icónica Mountains and sea (1952), la primera en la que utilizó su famosa técnica a base de manchas de color absorbidas, también conocida como empapar y manchar (soak-and-stain). La obra original está en Washington, pero en Bilbao han incluido una fotografía a gran tamaño de esta composición que se ha convertido en el mejor reflejo del imaginario de Frankenthaler.

La artista obtuvo el reconocimiento de la escena artística neoyorkina de la época, amigos también. Por eso sus cuadros comparten espacio con obras de nombres de su círculo cercano como Jackson Pollock, Mark Rothko o Morris Louis. La pintora –“no le gustaba que se refirieran a ella como mujer que pinta”, apostilló Dreishpoon– fue la responsable de traducir todas esas concepciones artísticas a un lenguaje nuevo y único que se construye con cada mirada del público gracias a sus aleaciones de colores y formas, ingeniosas y frágiles a la vez, que van más allá de la visión meramente decorativa.

Ese compromiso suyo con hacer del arte un movimiento dinámico y omnipresente empujó a Frankenthaler a dar vida a los cantos de sus cuadros anticipando el adiós a la pintura plana, reinante hasta entonces. No había reglas. Nada quedaba sin explorar desde que entraba al estudio. Por cierto, tal y como desveló Miren Arzalluz, directora general del Museo Guggenheim Bilbao, la estadounidense tuvo uno de sus talleres en Donibane Lohizune durante el verano de 1958, en una villa que alquiló con Robert Motherwell –con quien estaba casada– y que es otra destacada figura del expresionismo abstracto.

De hecho, la retrospectiva dedicada a Frankenthaler debe ser entendida como un repaso de su actividad creadora vista a través de sus afinidades artísticas, sus influencias y sus amistades. “La exposición celebra el legado de una artista pionera que nunca dejó de buscar nuevas formas de crear arte abstracto”, resumía Arzalluz, quien aprovechó para poner en valor que el Museo Guggenheim Bilbao cuenta entre sus fondos con dos obras suyas: Réquiem (1992) y Santorini (1965), esta última una donación por parte de la Fundación que lleva el nombre de la artista. Ambas han sido incluidas en esta muestra que llega desde Florencia donde ha cosechado un notable éxito.