Cuantas más veces viene, más interés suscita este cincuentón nacido en Sacramento y al que prácticamente vimos dar sus primeros pasos en el mundo del espectáculo cuando estuvo en el Jazzaldia en el año 2013. Gregory Porter no defrauda. Su propuesta se mueve siempre en registros muy amables que lo único que generan es admiración hacia este barítono que ha conseguido un estilo genuino, en el que además se mueve con soltura en campos claramente diferentes.

El auditorio registró su segundo lleno consecutivo y, de nuevo, quedó la sensación de satisfacción en la mayoría de la audiencia que se acercó hasta el Kursaal. Un público maduro y agradecido que se enfrentó a un sexteto sin fisuras en el que desde las primeras notas destacaban las pinceladas del checo Ondrej Pivec en el órgano hammond, instrumento que otorgó un carácter especial a casi todo el repertorio interpretado en la tarde de ayer. El inicio fue acogedor con Holding on, sonido cálido y clásico, con un gran Tivon Pennicott en el saxo y, desde el inicio, una demostración vocal deslumbrante por parte del protagonista de la noche, incluso con un acercamiento al scat, esa técnica de improvisación vocal con sílabas sin sentido. Porter fue generoso con sus músicos y les dejó exhibirse en On my way to Harlem, con un saxo y órgano desatados, y sonido vintage para disfrutar. If love is overrated es una balada en el más clásico estilo crooner, tórrida, con elegantes y complejos arreglos, pero fácil de asimilar, a su vez, porque la naturalidad en la interpretación la engrandece si cabe aún más. Liquid Spirit, uno de los hitos de su discografía, la interpretaron con mucho brío. Es una canción que permite abordarla desde distintas perspectivas y tiene hasta una versión house. Ayer la acometieron de manera salvaje, apabullante, casi tribal. En Take me to the Alley, Porter demostró la capacidad vocal extraordinaria que posee, moviéndose en distritos registros, e incluyó un pequeño duelo entre el piano de Chip Crawford y el hammond de Ondrej Pivec. Ambos se retaron, se alejaron y se acercaron con una sublime delicadeza. El contrabajista Jahmal Nichols se hizo con el poder y jugó con Porter, y con esa propuesta tan básica interpretaron el hit de los Temptations, My girl. El bajista coló unos acordes del Smoke on the wáter y, de nuevo con toda la banda, se escuchó otro clásico de los primeros, Papa was a Rolling Stone, en una versión nerviosa. Musical Genocide es una reinvindicación general de la música en en la que hicieron guiños a la música clásica (Carmen, de Bizet) o referencias a Nat King Cole o a Stevie Wonder. La música como necesidad absoluta en todas sus variantes, compleja y reivindicativa, sin concesiones estilísticas. Los contrastes fueron continuos, con una vuelta a la delicadeza con Love was king, todo un tratado de distinción y un canto al amor apasionado hacia una sociedad que lo requiere. Dad gone a thing sirvió para ir despidiendo con su ritmo infeccioso, y con la confirmación de que estamos ante un producto técnicamente impecable al que quizás en algún momento le exigiríamos un poco más de entusiasmo.

En el bis, Porter empezó con la versión del clásico que popularizára Nat King Cole, Quizás, quizás, quizás, con todo el público postrado a sus pies y, sin prácticamente haberse dirigido al público, se despidieron con No Love Dyng. Fueron 90 minutos más que gozosos, repletos de contrastes, para un cantante que siempre será bienvenido y que cada vez se exige más a sí mismo.