Cada vez que el crítico de arte Edorta Kortadi comía en casa de Eduardo Chillida o lo hacía en la de Jorge Oteiza ambos le hacían misma pregunta: ¿En qué estaba trabajando el otro? Esta anécdota refleja muy bien, según él, la conexión que tuvieron los dos artistas en vida, en la que, a pesar de su enemistad y sonoros reproches, el aura creativa de uno de y de otro seguían dialogando entre sí. “Los dos coincidían sin querer porque ambos trabajaban en los mismos límites”, asegura Kortadi. Ahora, este diálogo cobra un mayor protagonismo con la exposición, nunca antes expuestos juntos como los únicos artistas de una muestra. Dada la ocasión, NOTICIAS DE GIPUZKOA recorre con el crítico de arte la exposición en busca de las características y singularidades detrás de un nuevo reencuentro entre los dos creadores.

No es la primera vez que exponen los dos juntos. Ya están en otros lugares como el Santuario de Arantzazu o en el Museo Diocesano de Donostia, por ejemplo, pero es cierto que aquí lo hacen de una manera más compleja y exhaustiva”, explica Kortadi sobre la exposición Jorge Oteiza y Eduardo Chillida. Diálogo en los años 50 y 60, impulsada por la Fundación Bancaja y comisariada por el historiador vizcaino Javier González de Durana. Para el crítico de arte, la elección de estas dos décadas tiene su importancia, ya que es un periodo en el que ambos, aunque de forma diferente, experimentaron en busca de un mismo concepto: el espacio vacío.

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Esa evolución, así como su prueba y error, queda patente en la propia exposición, que arranca con una fotografía de cada uno de ellos en su correspondiente taller, cada uno trabajando de una forma muy diferente a la del otro. “Chillida siempre fue más artesanal, más de fragua. Descubrió el valor del hierro a través de las herraduras y lo reivindicaba como el material que daba riqueza a Euskadi. Oteiza, en cambio, era más experimental y más metódico. Trabajaba por constelaciones y pasaba del hierro a las latas o a la madera”, asegura el experto en arte.

Estos primeros años de trabajo quedan muy bien reflejados en la primera sala de la muestra, en la que las obras de cada escultor observan a las del otro. Tal y como explica Kortadi, son los años en los que Chillida “probaba y experimentaba con las formas”, siempre más terrenales, frente a las de Oteiza, claramente inspirado por Henry Moore y “más modernas” para la sociedad vasca del momento. “Chillida se valía de las herramientas del campo y de la caza. De lo que tenía más cerca, como el hierro de las chatarrerías”, indica, poniendo como ejemplos piezas como Espíritu de los pájaros (1952), Tres I (1952) o Música de las esferas II (1953), que han acabado en un San Telmo que su creador conocía muy bien. “Él veía estas herramientas en este mismo museo donde ahora se exponen. Ha vuelto al lugar donde comenzó su proceso escultórico tras París y conectó con los aperos de labranza de la sección de etnología”, descubre Kortadi.

En medio de esa experimentación del vacío les llegó a cada uno de ellos la llamada del Santuario de Arantzazu. Parte del trabajo que realizaron para la basílica está ahora en la exposición, como las puertas que diseñó Chillida, que han sido trasladadas por vez primera fuera del complejo. Una ocasión excelente, según Kortadi, para comprobar de primera mano los detalles del escultor donostiarra y ver “cómo juega con los símbolos como las espinas y el sol”, elementos figurativos que añadió a su superficie.

De Oteiza están dos de sus apóstoles y las pruebas previas que hizo y que tanto inquietaron a la Iglesia al surgir de “un punto de vista filosófico” que no esperaban. “No es arte para rezar, sino para evocar”, apunta el crítico sobre los trabajos del oriotarra, poniendo como ejemplo la réplica de La Piedad al estar con los puños cerrados clamando al cielo.

“Evidencia lo cerca que estaban uno del otro”

El diálogo entre el legado de Oteiza y el de Chillida da un paso más desde la tercera sala de la exposición. A partir de esta, todas las esculturas se entremezclan hasta tal punto “que ya no se sabe cuál es de cada uno de ellos”. Son piezas en las que ambos “juegan claramente con el vacío”, pero que parten de visiones diferentes, tal y como queda reflejado en los títulos de cada uno: “Oteiza era más matemático, con nombres más redundantes, mientras que Chillida era más romántico y poético”.

Con un montaje blanco, que Kortadi considera que es “poco arriesgado” -“A las obras de Oteiza le va mejor un tono gris pálido”, asegura-, el comisario González de Durana reparte el centenar de piezas en hasta nueve módulos diferentes. Un número considerable de esculturas de todos los tamaños y formas, desde las de gran presencia como Rumor de límites VI y Rumor de límites VIII, de Chillida, “dos piezas preciosas en las que es capaz de convertir en serpentina el hierro”, a decenas de cajas metafísicas de Oteiza que aseguraba crear sin dibujar previamente, “algo que el tiempo mostró que no era verdad” al salir a la luz diferentes bocetos tras su muerte.

En la exposición también hay obras menos conocidas de Chillida como Piedra incrustación plomo (1957) o dos obras sin título del mismo año en las que juega con las líneas. “Era un gran dibujante, como se puede ver en el autorretrato que hizo”, afirma sobre el dibujo de 1948 que se puede ver al comienzo de la exposición.

En líneas generales, la muestra es, según Kortadi, una excelente oportunidad de comprender el afán creativo de ambos artistas guipuzcoanos. Es por ello que el recorrido deja en evidencia “lo cerca que estaban uno del otro” a pesar de cualquier diferencia en vida. “Hoy en día, se han convertido ambos en exponentes de la cultura e historia vasca. Esta exposición es solo un ejemplo más de ello”, añade.