oseph Mulholland, depositario de la obra fotográfica de Margaret Waltkins (Hamilton. Canadá, 1884-Glasgow. Reino Unido, 1969), habla del "brillo triste y extraño de su visión". Yo diría, más bien, fotografía triste y crepuscular debida a una concepción romántica y pictorialista japonizante y a una sensibilidad femenina, escrutadora de la realidad circundante, que va más allá de los objetos cotidianos, envolviéndolos en una luz transparente y que se extiende a sus objetos, paisajes y retratos.

Margaret Watkins, nacida en el seno de una familia acomodada, rodeada de arte y música, y que llegó a estudiar fotografía en Estados Unidos en 1914, se dedicó a esta disciplina durante años como profesional y como docente. Amante de los quesos y de la carpintería, como ella misma aseguró en 1923, una de sus mayores aportaciones a la fotografía se encontró en la práctica publicitaria.

La extensa muestra de su obra, 150 obras, presentada ahora en la Sala Kutxa Kultur Artegunea de Tabakalera por la comisaria y estudiosa Anne Morin, autora de un excelente texto, ofrece una visión diacrónica de casi todos sus períodos creativos, desde 1908 hasta 1969, incluyendo Ventanas e interiores de luces aterciopeladas (1908-15), Objetos cercanos al Realismo mágico y a la Nueva Objetividad (1915-30), Serenos retratos y desnudos femeninos (1923/24), Fotografía publicitaria (1925), Fotomontajes de figuras geométricas, personas, edificios racionalistas, y anuncios callejeros (1930-37), Herencia de la Bauhaus y del Constructivismo ruso.

Pero siempre y, por encima de repertorios formales y de sintaxis, aparece esa visión aterciopelada y etérea, cercana a los impresionistas, serena, atemporal y melancólica, fruto de una mirada escrutadora, a través de una ventana y de la lente de la cámara fotográfica que trata de apresar vacíos y llenos, sombras y claridades, de una manera sofisticada con luces perlinas y evanescentes que parecen parar el tiempo.

Algunas de sus mejores obras, como El embarcadero (1922), Autorretrato (1925), Lámpara y espejo (1925), o Calle Clery, París (1933), así como sus propios autorretratos y los de su amigos, son imágenes que quedan fijadas en nuestros ojos como pocas veces logra la fotografía.