l latiguillo que utiliza el presentador de un conocido concurso gastronómico televisivo, dirigiéndose a los participantes al poner las cartas sobre la mesa, es el de restauradores y restauradoras. Me ha hecho revivir los porqués de este término, que, la verdad, nunca me sedujo lo más mínimo, ya que me sonaba a algo hueco e impostado.

Hace ya más de 20 años que una restauradora de muebles se nos quejaba amargamente porque consideraba una intromisión y hurto terminológico de lo que ella creía exclusivo de su terreno, es decir, aquellos que tienen como arte y oficio restaurar cuadros, estatuas y cosas así. Aducía que "el hecho de denominar restauradores a los dueños de establecimientos hosteleros solo obedece a una intención de resaltar más de lo debido la función de los cocineros, de dar más bombo, sin más al asunto". Agradecimos en su día que nos llamaran la atención a este respecto, para poder así sacar a la palestra la radical defensa que del término restaurador mantuvo siempre un hombre a quien en estas materias se le suponía autoridad. Se trataba de Fernando Lázaro Carreter (director de la Real Academia Española (1992-1998). Cuestionado sobre la idoneidad del término por haber quien lo consideraba un grave atentado extranjerizante (opinión ultra, por desgracia, de actualidad), respondía así: "¿Galicismo? Pues sí; pero tan amparado en la legitimidad latina como en nuestra propia casta". La segunda acepción de restaurador en el diccionario (persona que tiene como oficio restaurar pinturas, estatuas, porcelanas y otros objetos artísticos o valiosos) no debe hacer olvidar la primera, que reza sencillamente: "Que restaura. Úsese también como sustantivo". Y como bien nos recordaba el propio erudito: "Restaurar significa, simple y llanamente, recuperar, recobrar". Y remarcaba: "Restaurador es vocablo perfectamente formado, muy antiguo en los usos que vimos, y sumamente propio para designar a quien tiene por oficio dar de comer, restaurando las fuerzas desfallecientes del hambriento".

Por lo tanto, el término restaurador no tiene patente de exclusividad, ni parientes con los suficientes vínculos sanguíneos como para exigir derechos adquiridos. "Ningún usuario", señalaba el ilustre académico, "puede apropiarse de una palabra si el resto de la comunidad no le reconoce la posesión. Si un buen día quienes fabrican bancos de cuatro patas deciden llamarse banqueros y resulta que todos aceptamos darles ese nombre, ¿podrán impedirlo los banqueros de los millones? La lengua es de todos y ni la Academia ni los académicos tenemos como misión repartir exclusivas: las concede o las niega el pueblo hablante".

Pero por si todavía queda alguien a quien la democratización de la lengua no le parece motivo suficiente para aceptar la conveniencia del término restaurador en referencia a los que regentan un restaurante, les diremos que, en este caso, además, no se trata de un capricho ocioso, sino que viene avalado por un proceso histórico irrefutable. La tarea de dar de comer a los convecinos es casi tan vieja como el mundo. Antes eran llamados mesoneros, fondistas, bodegueros, posaderos, venteros, taberneros, etc... Pero habrá que esperar hasta el siglo XVIII, a los días que precedieron y siguieron a la Revolución Francesa, para encontrar el restaurant propiamente dicho, tal y como hoy lo entendemos, ya que como habrán podido adivinar, es una invención puramente francesa. Hacia 1765 un cocinero que se llamaba Dossier Boulanguer tuvo la ocurrencia de reconducir su figón, que estaba situado muy próximo al Louvre, en la esquina de la rue Bailleul con la rue Des Poulies (actual rue du Louvre), y que desapareció en 1854, cuando se reformó la citada calle. Dicho cocinero ofrecía a su clientela un sabroso caldo para "restaurar las fuerzas".

Y para darle más realce dispuso en la fachada de su casa un cartel que parodiaba un pasaje evangélico y en un latín totalmente macarrónico decía: Venite ad me; vos qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos. A partir de ese momento la palabra restaurant había echado a andar y su paso era ya imparable. No hubo quien tardó en imitar a Boulanger y, en concreto, Antoine Beauvillier, que fue el primero que se decidió a denominar inequívocamente su establecimiento como restaurant. Lo instaló bajo unas arcadas del Palais Royal y le llamó La Gran Taberna de Londres-Restaurant. Fue el primero y a la sazón proliferaron los imitadores, y aunque tuvo que cerrar durante la Revolución, volvió a abrir durante el Directorio. En España, la palabra restaurant -e incluso el tipo de establecimiento- no aparecería hasta avanzado el siglo XIX.

En Madrid, el primero en calificarse como tal sería el legendario Lhardy (en la Carrera de San Jerónimo, cerca de la Puerta del Sol), hoy, como tantos otros, en la cuerda floja. Si bien, mucho antes, en 1725, la mítica casa madrileña Sobrino de Botín fue fundada por el francés Jean Botin y su esposa, como hostería o fonda pero no como restaurante.

Por lo tanto, y para ir terminando con esta aclaratoria disertación, nos resta decir que el término restorán, que trató de imponerse castellanizando la palabra francesa, tuvo escaso éxito. Sin embargo, el de restaurante, con el añadido de la e final, está plenamente aceptado. La palabra restaurador, a pesar de estar aprobada por la Real Academia, no convence a todos, como hemos podido comprobar. El académico Camilo José Cela propugnó en su día la del restaurantero, por emulación de las de mesonero, pero, con todos los respetos, el palabro deja bastante que desear. Mejor será dejar las cosas como estaban y que el tiempo y el idioma forjado por el uso popular pongan las cosas en su sitio. Y, por supuesto, si el propietario de un restaurante se encuentra al frente de sus fogones, siempre le llamaremos cocinero o cocinera a secas.

Por otra parte, el gran Brillat-Savarin saludó entusiasmado el auge de los restaurantes e hizo la siguiente definición de los restauradores: "Es aquel cuyo comercio es el de ofrecer al público un festín siempre dispuesto y cuyos platos se detallan, por raciones, a precio fijo, a demanda de los consumidores".

Lo que en la actualidad nos parece lo habitual, es decir, que exista una carta -hoy, por la puñetera pandemia ni eso-, una relación de los manjares y su importe, con nota o factura del ágape. Feliz invento que esperamos y deseamos resista siempre, a pesar de los pesares, renaciendo ahora de las cenizas pandémicas.

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía