reparé ayer mi tocadiscos para escuchar la composición del excelso Nikolái Rimski-Kórsakov, El vuelo del moscardón, mientras me tomaba un Chardonnay en copa y esperaba a que mis amigos se conectasen a una videoconferencia para celebrar el Aberri Eguna o el Domingo de Resurreción, a elección de cada uno, cuando, casi como una broma del Universo, un díptero entró en nuestro salón y se posó en la aguja del reproductor hasta que acabó el interludio. Bueno, vale. No tengo tocadiscos, la composición sonó porque en YouTube saltó la cabecera de Merlí, el blanquito realmente era una lata de Aurum de 0,25 euros, y los amigos de la videoconferencia eran mi reflejo en una pantalla de ordenador apagada. Pero lo de la mosca que daba la lata, eso es verdad. Y qué moscardón, parecía un dragón; estaba más cerca del bicho de David Cronenberg que del simpático animal de Lewis Trondheim. Lo que viene a ser una cojonera, gorda-gorda, que te sigue a todas partes, a la que el confinamiento, pues, se la suda y si te estás comiendo una ensalada, se te pone encima. Para un día que como ensalada. Como me da cosita matar animalillos, aunque sean de los que con su zumbido no te dejan ni comer ni escribir en paz, fui bloqueando las distintas habitaciones para enseñarle la salida, mientras en la tele del salón, junto a la ventana, sonaba lo del amigo Rimski-Kórsakov. No se dio por aludida. La cabrona se quedaba en el pasillo todo el rato; no debía ser rusa. Al final, con los brazos en alto y gritando, como dicen que hay que asustar a un oso, así la largué. O eso creo, porque todavía la sigo escuchando, aunque ya no la veo. Estoy asustado. ¿Puede ayudarme alguien?