donostia - Cacereño, publicado por primera vez en 1969, habla sobre la inmigración que llegó al País Vasco en los 60, al igual que hizo el propio Garrido, doctor en Farmacia, al instalarse en Donostia a comienzos de esa década. Con esta opera prima configuró el imaginario municipio guipuzcoano de Eibain y al empresario Lizarraga, que se repetirían en varias de sus obras. Aunque no ha sido un tema único en su bibliografía, desde los 70 Guerra Garrido ha retornado en varias ocasiones a tratar el conflicto vasco.

Se cumplen 50 años de la primera vez que se publicó ‘Cacereño’. ¿Preparan una nueva edición?

-La va a sacar Akal en breve. Se trata de una edición crítica que coordina Fernando Larraz, catedrático de Literatura de la Universidad de Alcalá de Henares. El equipo que se ha juntado ha trabajado muchísimo y han recuperado cosas de las que yo ni me acordaba. Entre otras, han recuperado frases tachadas por la censura.

¿Fueron muchas?

- Incluso han recuperado el nombre de mi censor. Reconozco que esto me ha hecho una ilusión loca, porque le conocía. Era Antonio Iglesias Laguna, que era uno de los intelectuales del régimen, un crítico literario muy culto, aunque ideológicamente lejano. En La Estafeta Literaria llegó a publicar una pequeña reseña muy elogiosa sobre mi primera novela. Recuerdo que en la huelga de la fábrica de Lizarraga que se narra en el libro había una pintada que decía Gora ETA! y no hubo manera de que se mantuviese. Claro, el libro salió en navidades de 1969, pero en primavera las siglas estaban en primera plana en la prensa. También me censuraron el término masturbarse, cuando un personaje lo estaba haciendo. No podía hacer eso, tenía que hacer otra cosa.

¿Otras cuestiones pasaron la censura?

-Sí, lo hicieron porque aparecían en el Diccionario Secreto de Camilo José Cela. Me salvó, por ejemplo, un refrán que a mí me encanta: Cortando cojones se aprende a capar (ríe). Podemos decir que fue una censura blanda porque no hubo grandes cambios.

‘Cacereño’ tiene connotaciones biográficas. Usted llegó a Donostia a principios de los 60.

-Yo trabajaba en Andoain, en CAF. Había muchos cacereños y, algunos, hasta de Cáceres (ríe). Era gente estupenda, muy noble, muy esforzada. Era gente que había quemado sus naves. En aquella época hice un viaje a Miajadas, que yo llamo Torrecasar en la novela, para ver el pueblo; por toda la calle principal colgaban carteles de Se vende.

¿El choque cultural fue muy grande para usted?

-No había pisado nunca Donostia. Las circunstancias familiares de mi mujer y las mías se complicaron al fallecer nuestros padres y me vine a trabajar aquí. Tenía una beca para acabar la tesis en Berkeley (EEUU). Si hubiesen sobrevivido nuestros padres ahora, quizás, seríamos unos hippies en California, aunque no lo creo. Llegué al Goierri profundo y la experiencia fue estupenda. El idioma sí que me chocó mucho.

¿Le supuso una dificultad?

-Sí, una que no he superado. Esperando a mi mujer, Maite, una vez en el reloj del Boulevard, compré dos libros en una librería, Los Vascos, de Julio Caro Baroja, y otro, que todavía conservo, que dice Cómo aprender de forma cómoda y agradable el idioma más antiguo de Occidente. Pensaba que podía escribir en ese idioma y en cualquiera que me echasen, porque pasase lo que pasase yo iba a escribir. Pero era difícil y yo malo para los idiomas. Recuerdo una pintada que había en un barrio y que reflejaba la dicotomía de los inmigrantes: Sí al euskera, pero somos pueblo extremeño.

¿La integración fue complicada?

-También recuerdo otra pintada con muy mala leche en la zona de Herrera de Donostia que para subir Altza decía A Extremadura, 2 kilómetros. Se reprodujeron muchos problemas porque hubo un fenómeno que no ocurre siempre en los movimientos migratorios: la aparición del terrorismo. Eso, no cabe duda, ha complicado mucho el proceso de integración, la convivencia, y también ha provocado el exilio. Hubo profesores no euskaldunes que se fueron masivamente.

Sus hijos son donostiarras.

-Su madre es donostiarra. Lo que ocurre es que, cuando hablamos de identidad, lo importante son las copulativas: esto y esto y esto... Me siento muy del Bierzo, mis padres y mis abuelos eran de allí; y también muy madrileño porque nací allí e hice el Bachiller allí. Por otro lado, me siento muy donostiarra porque mi mujer y mis hijos son donostiarras. Y, además, habrá pocos donostiarras que lleven tanto tiempo en Donostia como yo hoy, porque con los años que tiene uno a ver quién le gana (ríe). Te sientes identificado, no hay problema de sumar varias cosas. El terrorismo lo complicó todo porque lo puso en la disyuntiva de la elección: o esto o esto.

¿Qué le parece la iniciativa ‘Hezurbeltzak’ con la que el bertsolari Jon Maia, de padre zamorano y madre extremeña, pretende aunar dos sociedades que se dieron la espalda?

-Todo lo que se haga en ese sentido es maravilloso. El rechazo a lo ajeno es uno de los miedos instintivos del ser humano. En fenómenos de inmigración, siempre pasa. En la partida de los inmigrantes de segunda generación, lo lógico es que se vayan proyectando otras cosas. Me parece estupendo lo de Maia. Después de la muerte de Franco hicimos esfuerzos, por ejemplo, de mezclar los cinco idiomas peninsulares en una revista literaria que se editaba en Lisboa y se llamaba Pasagarda. Creo que se tendrían que haber hecho más esfuerzos de este tipo, porque se conoce gente y cuando se hace, termina uno queriéndose. En las revistas siempre procuramos fomentar el conectarse y el conocerse.

Volviendo a ‘Cacereño’, ¿fue la última novela de realismo social?

-Así lo creo. Estaba La zanja (1960), de Alfonso Grosso; Central Eléctrica (1957), de Jesús López Pacheco; La piqueta (1959), de Antonio Ferres... Desde Donostia había salido Luis Martin-Santos con Tiempos de silencio (1962), que cambió mucho el panorama. La etapa de realismo social se quedó como superada y había que contarla de otra manera. Había un impulso ético que era superior al estético. En Cacereño hay una realidad dura, es un ejercicio de superación, hay una historia de amor que me parecía encantadora y perder el tiempo en imágenes y metáforas me parecía casi un pecado.

¿Hoy lo escribiría de la misma manera?

-No lo habría escrito igual. Probablemente hubiese sido más barroca y probablemente hubiese perdido. Está muy bien como está porque es un reflejo de la época, muy vívido, además. La prueba es que ha sobrevivido. Aunque considero que tiene un final feliz, por ejemplo con lo que respecta a la historia de amor, también es cierto que, sociológicamente, si Cacereño hubiese tenido 50 o 100 páginas más se hubiese comenzado a complicar.

¿Quiere decir que trataría la cuestión del terrorismo y un secuestro como hizo en ‘Lectura insólita de El Capital’ (1976), con la que ganó el Premio Nadal?

-En Lectura insólita el protagonismo lo tiene el empresario Lizarraga, que es el dueño de la fábrica a la que va a trabajar José Bajo en Cacereño. Bajo aparece tangencialmente en varias de mis obras, también en Tantos inocentes (1996).

Las historias también se unen a través del ficticio pueblo de Eibain.

-Lo que quise reproducir en la novela fue la dualidad de una población y una industria emergente como puede ser Orbegozo en Zumarraga.

Después vino ‘La costumbre de morir’ (1981), sobre una víctima de ETA que planea una venganza sobre el victimario.

-Estoy orgulloso de haber escrito esa novela. Es la historia de una venganza ritual, donde se instala casi oficialmente la vendetta continua. Yo esperaba que esa profecía no se cumpliese y no lo ha hecho. Es un motivo de orgullo para las víctimas.

‘La carta’ trató la cuestión de la extorsión a empresarios vascos.

-En el año 1990, la editorial no se atrevió a publicarme y dio marcha atrás y la agencia tuvo que buscar otra, Ediciones de la Plaza. Es el libro que más problemas tuvo. También se hizo una edición para Uruguay y Argentina, pero también hubo follón allí porque los tupamaros se pusieron de uñas. Después de unas entrevistas y de publicarse, no quedó la cosa tan mal. Hubo gente que me paró por la calle y me dijo que había tenido que dejar de leer la novela porque algún familiar había pasado lo mismo.

Siguió con Lizarraga en ‘Tantos inocentes’ (1996).

-Es una novela judicial que representa el crimen de Orozko, guiándome por el expediente que me pasaron. Aproveché para ubicar la historia en Eibain y cerrar el ciclo de Lizarraga, que en esta obra es una empresa que ya está en crisis.

Cierra el ciclo sobre el conflicto con ‘La soledad del ángel de la guarda’ (2007), que habla sobre los guardaespaldas.

-He tenido escoltas de todos los cuerpos, ertzainas, policías nacionales y privados. Lo que no he cumplido es la idea del, ¿y después qué? Escribir la novela del posterrorismo era un deseo más social que literario.

¿Cómo se la imaginó?

-Es la historia de dos tipos muy sosos, que se casan y son felices, pero que están aburridos porque no pasa nada. Lo que nos ha pasado durante los últimos 40 años es que no estábamos nada aburridos. Ahora que estamos en ese momento en el que no hay violencia física, me digo, ¿para qué la voy a hacer?

¿Está cansado?

-Y perezoso. No creo que vuelva a escribir una novela larga.

‘Demolición’, por lo tanto, es su última novela larga.

-Demolición tenía que haber sido mi novela póstuma (ríe).

Mejor que no lo haya sido.

-Estoy escribiendo cositas cortas, muy inconexas. Ya vendrá algo pero no será una obra larga, ni siquiera como un Cacereño, que es más lineal y más sencilla.

¿Afectaron a su escritura los ataques que sufrieron?

-Tampoco me gusta hablar mucho de ello. Cuando publiqué el cuento Con tortura -fue Premio Ciudad de San Sebastián en 1968-, de aquello no se podía hablar, y nos hicieron una pintada en el coche en la que decía Hijo de puta y nos rompieron los cristales. Alguien dijo que había un escritor en constante estado de guerra y yo respondí: en mi caso, claro. Como escritor, habiendo coincidido con la etapa anterior de un cierto tardofranquismo y, después, el inicio del terrorismo, yo era un veterano para estar a contrapelo. Yo ya tenía cierta edad cuando ocurrieron los ataques a la farmacia y como quedó todo aquello ardiendo, me dio lugar a hacer una frase: Jamás pensé que mi jubilación fuese tan llamativa. Lo que sí pensé es que aquello no me iba a impedir seguir escribiendo. Así fue.

A raíz de la efeméride de ‘Cacereño’, la Diputación le ha preparado un homenaje que tendrá lugar el miércoles. Además, le condecorarán con la Gran Cruz de la orden civil de Alfonso X El Sabio.

-Me ha hecho mucha ilusión, porque te pone en un disparadero. Cacereño fue el primer libro que yo publiqué por vía comercial con la editorial Alfaguara. 20 años no son nada, pero 50 ya es otra cosa. En este tiempo tan acumulativo, no hay muchos libros que resistan tanto, porque todas las semanas se presenta la novela del siglo. Que una novela como esta sobreviva, de una forma o de otra, es muy de agradecer. Creo que, sobre todo en Gipuzkoa, mi novela se ha instalado en ese instinto colectivo porque es esa referencia de la inmigración de los años 60. Ha quedado ahí como referente y creo que hay muchos que aunque no la hayan leído sí que la conocen. Espero también que el homenaje sirva para reavivar la convivencia.

El laudatorio del homenaje lo hará el también escritor donostiarra Fernando Aramburu.

-Aramburu pertenece a una generación bastante más joven que nosotros y a finales de los 70 con Álvaro Bermejo, José Félix del Hoyo y Francisco Javier Bermejo organizó el grupo Cloc. Eran unos escritores estupendos. Teníamos una revista y cuando ellos mandaban cosas me quedé sorprendido y comenté que lo que enviaban había que revisarlo porque pensaba que lo estaban copiando de alguien. Escribían como los ángeles. Me alegro mucho del éxito de Patria y de que estén rodando una serie sobre ella.

¿Considera, tal y como se afirma, que ‘Patria’ es la gran novela sobre ETA?

-Pues quizá lo sea. No te lo puedo decir. Yo me reivindico en ser uno de los primeros que escribió al respecto. Quizá por las circunstancias, al principio, me sentí muy solo. Eran años muy duros. Como decía mi amigo López de Lacalle, las cosas hay que decirlas en el tercio de varas. Es muy bueno que un libro como Patria funcione muy bien, porque colabora con el hecho de conocerse, de que no se olviden las cosas y que permita que la sociedad sea autocrítica. Patria y otras cosas que hemos podido hacer otros son muy importantes y ojalá salgan más cosas.

Sorprende su éxito porque además de usted, el tema lo han tratado desde múltiples puntos de vista e idiomas muchos escritores de varias generaciones como Bernardo Atxaga, Ramón Saizarbitoria, Harkaitz Cano, Iban Zaldua, Edurne Portela... ¿Ha convertido ‘Patria’ el conflicto vasco en ‘mainstream’?

-Los best-sellers son un enigma. Si tuviésemos una fórmula, todo el mundo la aplicaría. Para levantar temas complejos, la editorial de Patria, Tusquets, es más habilidosa. Son los que han sabido mover este tipo de cosas cuando era difícil hacerlo. Fernando ha tenido esa suerte y me parece que se lo merece.