Restos de un océano más antiguo
El percebe o lanperna (el crustáceo, no la seta) es de esas joyas marinas que necesita pocas cosas para que nos cautive y resulte un hálito de mar en nuestro paladar.
Es más, tan solo agua hirviendo y sal y, para algunos, sobre todo en Galicia, una pizca de laurel, bastan para poder disfrutar compulsivamente de ellos. De inmediato, los percebes me evocan a las costas gallegas, aunque en los recuerdos más íntimos de mi infancia estén asociados a los nuestros de las rocas de Igeldo, que son tan escasos como estupendos. Y en todo caso, al mar bravío chocando contra las rocas.
Pero no solo al paisaje sino al paisanaje. Es decir, sobre todo a los bravos percebeiros en Galicia o lanpernaris, como aquí llamamos a los nuestros, jugándose el tipo por conseguirlos. Y, por supuesto, me recuerdan el placer de chupar y rechupetear hasta la uña después de extraer su carnosa pulpa del pedúnculo, principalmente de esos percebes más rechonchos y cortos, con los bordes de las uñas de color rojizo, pues son los que tienen carne más deliciosa.
Y, sin duda, en todo momento se hacen presentes las palabras de un maravilloso escritor y gastrónomo gallego, el inolvidable Álvaro Cunqueiro: “? de Finisterre o de Corrubedo, llegan a la mesa, a la que uno está sentado, unos percebes como pulgar de carpintero, llenos, apretados contra su oscura ropa, en la que ya no caben, escupiendo al abrirlos, por lo apretados que están, un zumo rojizo, lo que es una pérdida, que está mejor en la boca que en la camisa o en el rostro. Esos percebes justifican una larga espera, una golosa esperanza. Son como restos de una población extraña de un océano más antiguo que el nuestro”.
El percebe se consume cocido. Para su cocción se puede recurrir al refranero gallego que dice simplemente “Auga a ferver, percebes botar, auga a ferver, percebes sacar” (“Agua a hervir, percebes echar, agua a hervir, percebes quitar”). Lo mejor, cocerlos en agua salada (70 gr. de sal por cada litro de agua) y si se puede, con agua limpia de mar. Dejarla hervir, echar los percebes en plena ebullición. Lo idóneo, si hay muchos es hacerlos en varias tandas: dejar que vuelva a hervir, sacarlo justo cuando va a volver a romper a hervir si es pequeño o esperar un minuto y medio más si es grueso. Entonces ponerlos en una bandeja y taparlos con un paño limpio. Y algo imprescindible: comerlos de inmediato, algo más que tibios, calentitos. Que te quemen los dedos al cogerlos. Esta joya se convierte automáticamente en bisutería si viene del frigorífico. Por supuesto, se comen prescindiendo de cubiertos, como se predicaba antaño del huevo y de la sardina: “a dedo”.
Desde luego, hoy nos resulta un manjar irresistible. Pero este marisco no siempre tuvo el mismo aprecio que hoy día. Hubo un tiempo, no muy lejano, en que muy poco se pagaba por él. Lo que se acredita en el hecho de que en la Costa da Morte se comían con cachelos (patatas cocidas, generalmente con su piel, con sal y laurel, cortadas casi siempre por la mitad) para que cundiera el plato.
Remontándonos al siglo XVIII, el historiador coruñés José Andrés Cornide de Folgueira y Saavedra, dice algún despropósito del percebe en su Ensayo de una historia de los peces y otras producciones marinas de la costa de Galicia, como que “el percebe propiamente es una especie de nervio del largo de un dedo, blanco en vida y encarnado después de cocido; esta carne es más sabrosa que sana, correosa y de mala digestión”.
Por otra parte, el percebe ha dado lugar en la cocina vanguardista a brillantes trampantojos imitando su curiosa forma. Seguramente el primero de ellos y el más famoso fue el de Percebes (por supuesto que no lo eran) de Cala Montjoi con la firma del genial creador Ferran Adrià.
Y más recientemente Qué percibes es el expresivo nombre que el gasteiztarra Iñaki Rodrigo Rojas, más conocido como Iñaki Rodaballo, dio a la creación que presentó en el Concurso Nacional de Pinchos y Tapas de Valladolid el año pasado, y con la que se alzó ganador del certamen. Consiste en unos falsos percebes de foie y chocolate (imitando los pedúnculos del supuesto bicho) y almendras (las uñas), en un falso fondo marino sobre un pan de maíz, gelatina de vino y con un aire (de vino Sauternes y lecitina) que simula la espuma del agua del mar cuando rompe contra las rocas.