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En cazuela de barro o en tartera de plata

El cocinero, sin duda, procura tener siempre en cuenta el factor psicológico y cultural de sus comensales, sobre todo si quiere llevar a buen puerto su negocio

En cazuela de barro o en tartera de plataFoto: Anxo Badía

Y por ello, muchas veces se rompe la cabeza al redactar las cartas en las que tiene que compaginar las preferencias de sus clientes, presas de sus hábitos culinarios, con los puntos artísticos y creativos de su cocina. Resulta curioso cómo en muchas cartas para evitar este rechazo se sustituye el nombre de algunos productos y así se evita que esos platos no tengan salida comercial.

Ejemplos hay muchos y significativos. Así, hace ya muchos años en el restaurante Arzak se ofrecía en carta un exquisito plato de pasta fresca rellena de morros de ternera, que no terminaba de cuajar. Al lince de Juan Mari se le ocurrió mantenerlo pero eliminando la palabra morros y utilizando tan solo el término ternera. Desde ese momento, un plato que pasaba desapercibido comenzó a venderse como churros.

Pero si hay un ejemplo histórico que no tiene desperdicio acerca de este factor psicológico en las cosas del comer. Es la célebre anécdota de fines de siglo XIX que aconteció en el madrileño restaurante Lhardy. Como es sabido, los callos a la madrileña han sido y aún siguen siendo el timbre de gloria de esta casa. Un condumio de taberna elevado a los altares. Se cuenta que en pleno apogeo de este restaurante frecuentaba el mismo un personaje de alcurnia que era un forofo de los callos. Parece ser que al viejo Agustín Lhardy, propietario entonces del establecimiento, le hacía rabiar enormemente el referido personaje, tal como nos cuenta con pelos y señales el célebre cocinero Ángel Muro:

“Una tarde que andaba Lhardy atareado en la preparación de una suntuosa comida, el amigo le dijo.

- Mire usted, Lhardy, con tanta farsa de salsas Perigord, y financiera, y barrigoule, y esos perfectos (parfaits) al café, no es usted capaz, ni uno solo de sus cocineros tampoco, de guisar callos como los hacen ahí cerca, en una taberna de la calle del Pozo.

-¡A que sí!

-¡A que no!

-Apuesto veinte botellas de champagne Roederer

-Van

- El domingo haré que traigan aquí los callos que yo habré encargado y usted presentará los hechos en su casa”. Y así se despidieron hasta el domingo. Llegó por fin el día prefijado, y en torno a una mesa estaban ocho personas, constituidas en jurado, esperando la llegada de los callos de las dos distintas procedencias. Sirviéronse, en cazuela de barro de Alcorcón los del amigo de la casa y los de Lhardy, en espléndida tartera de plata. Los jurados comieron de los dos platos y por unanimidad se otorgó el premio al guiso de la taberna. -Muy bien -dijo Lhardy.

- Beberemos champagne, pero yo no pago la apuesta, porque si se concede un premio a los callos del señor, hay que conceder otro igual a los míos.

-¿Cómo es eso?- gritaron.

-Pues, sencillamente, como van ustedes a oír: Cuando estipulamos nuestra apuesta el otro día, yo no me cuidé para nada -siguió diciendo Lhardy-en mi casa, de callos ni de caracoles. Me fui a la taberna de la calle del Pozo y le dije al amo: Cuando hagas unos callos, que vendrán a encargarte para el domingo próximo, haces doble cantidad, que la mitad la pago yo. De casa vendrán a buscarlos, y te ruego que guardes el secreto. Con que, señores míos, unos y otros callos son iguales, gemelitos, guisados en la misma cazuela. Y ahora ¿qué dicen ustedes?

Corrido quedó el jurado y por poco se le indigesta el manjar al imprudente anciano que nada o tan poco sabía distinguir”.

Esta divertida anécdota pone en entredicho la objetividad de muchos que pontifican sobre la cocina. Y no ven más allá de sus narices.

Hoy día y en nuestro entorno ya no se puede decir que el de los callos de ternera (con o sin morros) sea un plato exclusivamente tasquero, ya que hay establecimientos de esta enjundia culinaria e incluso de postín que elaboran memorables guisos de esta perla de la casquería. Como es el caso, por citar algunos próximos de los más gloriosos, de los de Hidalgo 56 de Juan Mari Humada, así como los del cercano restaurante Aitzgorri, recién abierto y que ocupa el local del primer Narru, recuperando el anterior nombre, el primigenio y donde oficia el gran cocinero Juan Pereda (que va a dar mucho que hablar). También resaltan los delicados callos del Txuleta y de los cercanos Vergara y Bokado San Telmo (en este caso con huevo a baja temperatura), y los de los distinguidos bares Iturrioz y Next Bi (a veces con garbanzos) o los del filial de Branka pero más informal, La taberna de Blas, el Zeruko, rodeados de virguerías modernas del picoteo, todos ellos en Donostia. Sin olvidarnos de los oficiados en la estilosa taberna Ur en Errenteria o de los míticos callos y morros al estilo de la amona del Matteo de Oiartzun o los gustosos y finos del restaurante Iraeta de Zestoa.