Donostia. La editorial donostiarra Bermingham empezó a publicar, con motivo del centenario de su nacimiento, una serie de textos en homenaje a la figura de Jorge Oteiza. El nuevo libro de poemas, escritos en euskera y traducidos al castellano por Jorge Aranguren, son la particular muestra de la admiración del poeta de inspiración británica Patxi Ezkiaga.

¿De dónde surge esta obra?

El proceso es largo. Hace seis años me encontraba en el Pirineo aragonés. En un eremitorio de la montaña Gallinero vivía un eremita argentino, que dejó ese recinto y se marchó al Magreb. En aquel momento tenía ganas de vivir una experiencia de este tipo y fui allí para pasar 17 días. Se trata de una cueva cercada por unos ladrillos en Arasán, cerca de Benasque, a más de 2.000 metros.

¿Cómo fue esa experiencia?

Llevaba un tipo de vida muy austero y sencillo: me levantaba con el sol, meditaba durante largo tiempo y miraba el cielo. Al lado de la cueva había una zona de parapentes y cuando les miraba me imaginaba a mí mismo de pájaro. Preparaba comida sencillísima, para dos días, lentejas y patatas, con un poco de fruta y leche. Por la tarde daba un paseo de tres horas, a 2.800 metros de altitud. Cuando volvía, me duchaba con una manguera con la que llenaba un balde y me lo echaba encima de la cabeza. Después, otro rato de contemplación y meditación y a dormir. A oír a los lirones como andaban por los alrededores.

¿No se le hizo dura esa forma de vida?

En absoluto, me encontré sumamente a gusto. Y si estuviera bien de salud, en este mismo momento lo repetiría bien a gusto. Es una experiencia gratificante en grado sumo.

¿En qué condiciones se encontraba?

Bastante bien. Dormí en un colchón que estaba en el suelo y había una pequeña mesa para escribir con unos pocos libros de mística que había dejado el ermitaño argentino y alguna foto suya: se le veía con sus largas barbas y su poncho. Era impresionante. Allí empecé a escribir este tipo de poemas un poco místicos. Preparé unos 32 y me volví hacia Donostia. Luego me llamó Félix Maraña (el editor) y me propuso escribir un libro sobre Oteiza. Retomé el material que tenía hasta el momento y lo reescribí todo, fijándome como en un espejo en los catorce apóstoles de Oteiza en el friso de Arantzazu. Fui reconvirtiendo los poemas y los dejé en catorce. Ese proceso lo llevé a cabo entre Arantzazu y Belagua.

¿Cómo se transforma esa escultura de Oteiza en poesía?

Yo pienso que la obra de Oteiza es esencialmente mística: se trata de una búsqueda del absoluto a través del vacío. Eso es lo que a mí me decían los catorce apóstoles. Me senté largos ratos en Arantzazu mirando las figuras y cuando no me quedaba a gusto cogía las fotografías de Antton Elizegi, para mí las mejores que se han hecho de ese friso. Mirando y remirando volví a escribir los poemas hasta que me quedé satisfecho. Yo creo que es un buen poemario.

¿Qué sentía al contemplar los catorce apóstoles?

En primer lugar, me transmiten la búsqueda de lo que hay de paradisíaco dentro de nosotros. Un espacio virgen que todavía nos queda en cualquier circunstancia que vivamos. Hay siempre un espacio más allá de lo que nosotros creemos y ese lugar hay que reconquistarlo poco a poco. Yo pienso que es el oficio helénico. Es difícil, por la situación en la que vivimos y por la situaciones que puede pasar cada uno en su vida particular. Pero ese espacio virgen está aún allí y Oteiza andaba detrás de él, también.

¿Y usted lo busca a través de la poesía?

Efectivamente. A través de mis poemas y de una relectura de los profetas. Al principio de cada composición hay una cita de un personaje de la Biblia, normalmente de Isaías. Creo que fueron hombres y mujeres que pelearon hace miles de años y de alguna forma están unidos a nosotros por esa ilusión y ambición.

¿Estos fragmentos ayudan a interpretar los poemas o simplemente encaminan la lectura?

Es un intento de unir los anhelos de hace miles de años con los de ahora. También sirven de introducción a los poemas, pero están íntimamente unidos a ellos.

El hecho de haber escogido el friso de Oteiza en Nuestra Señora de Arantzazu parece una declaración de intenciones.

Claro que sí. Basta con leer el poema que se titula Euskal Herria (XIV: ver destacado). En él se explica una manera de tender puentes. Quiero unir estas dos orillas que, por desgracia, están tan enfrentadas todavía en nuestro pueblo. Para mí, los apóstoles de Arantzazu quieren hacer de puente y mis poemas también.

¿Le parece que su espiritualidad puede incomodar a los lectores de hoy en día?

Yo creo que siempre hay un momento en el que nos encontramos un poco vacíos. Esos poemas quisieran llenarlo de alguna forma. Son situaciones que se han vivido a lo largo de la historia.

En el poemario aparece de manera recurrente la idea de no caer en la masa.

Parece que actualmente estamos tendiendo hacia el conformismo y que falte gente que vaya a contracorriente. Por eso alguna vez he comentado que esos poemas también quieren hacer función de derviche. Esto era lo que hacían los monjes sufís, que empezaban bailando alrededor, unos junto a otros, haciendo círculos cada vez más pequeños hasta que se llegaba al centro de lo absoluto, donde nos encontramos con nosotros mismos, huyendo de la masa. Hay momentos en los que tienes que huir de la masa para encontrarte contigo mismo, como hacían los derviches.

¿Usted se encontró gracias a esa soledad en el Pirineo aragonés?

Después de haber estado allí 17 días, cuando un amigo vino a buscarme con su coche, salí llorando de allá. Y no podía cerrar la puerta, de la experiencia tan profundamente fuerte y potente que acaba de vivir. Para mí fue como una epifanía o una manifestación. Las veces que he vuelto a allí todavía siento una profunda emoción.