INAUGURÓ su carrera con una cinta deudora del neorrealismo italiano pero pronto abandonó el cine de autor para abrazar una desmesurada cantidad de subproductos fílmicos de consumo fácil. Su irrefrenable deseo de rodar le llevó a tocar géneros tan dispares como el spaghetti western, las historias de gángsters y terror e incluso el cine erótico. Así, en su filmografía conviven títulos como su estimable debut, También hay cielo sobre el mar, que esta tarde será proyectado en el Teatro Principal de Donostia, con obras de dudosa y/o penosa calidad como Las malditas pistolas de Dallas, El regreso de Al Capone, La furia del hombre lobo y Bragas calientes .

Todas esas cosas -y muchas más- las realizó la misma persona, José María Zabalza, un artista nacido en Irun (1928) y fallecido en Madrid (1985) con una vida más "fascinante" que su propia obra. De ello da fe el amplio e interesante estudio realizado por el también irundarra Gurutz Albisu, que con la ayuda de la Diputación de Gipuzkoa ha publicado este año José María Zabalza: cine, bohemia y supervivencia, un trabajo encaminado a recuperar la figura "olvidada y denostada" de un tipo de película.

precursor del humor negro

Los inicios 'serios'

El volumen, presentado ayer por su autor en la Filmoteca Vasca, repasa pormenorizadamente la azarosa biografía de Zabalza -"personaje bohemio e inquieto"- y analiza con detalle todos y cada uno de los 21 largometrajes que dirigió. El primero fue el mencionado drama marinero, También hay cielo sobre el mar (1955), que el irundarra rodó a caballo entre Pasaia y Hondarribia tras pasar por el llamado Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC) y fundar una empresa bautizada con un nombre imperativo a la par que elocuente: Haz Producciones Cinematográficas.

Su segundo filme, quizá el mejor de su carrera, está protagonizado por Tony Leblanc bajo el título Entierro de un funcionario en primavera (1958). Albisu lo define como "precursor" del humor negro que después cultivarían con éxito cineastas como Marco Ferreri o Luis García Berlanga -de hecho, el autor de Plácido y El verdugo llegó a citar el filme como uno de sus favoritos-.

Pero la fortuna no fue generosa con Zabalza. Tuvo serios problemas con la censura, su productora quebró y su segunda película fue vapuleada por la crítica. Si la situación hubiera sido otra, quizá habría seguido practicando un cine más personal, pero tras un breve descanso que aprovechó para escribir y montar varias obras de teatro, se decantó por el cine más comercial. "Cayó en barrena -explica gráficamente Albisu- y los títulos, muchos rodados en exteriores de Irun, Hondarribia y alrededores, se sucedieron a ritmo de vértigo". Hasta que se convirtió en uno de los directores más "fecundos" del cine vasco, con permiso de Eloy de la Iglesia.

El giro de 180 grados se produjo tras una incursión en el género negro con Yo no soy un asesino (1963) y la comedia Julieta engaña a Romeo (1964), que contaba entre sus protagonistas a Lina Morgan y Germán Cobos. En una época en la que muchos cineastas iban a Almería a rodar sus spaghetti westerns, él también viajó, pero a Liubliana, la antigua Yugoslavia, donde filmó Las malditas pistolas de Dallas (1964), su única producción internacional. Después, en Algunas lecciones de amor (1965), un filme de sketches sobre distintas facetas de la vida amorosa, trabajó con intérpretes como José Luis López Vázquez, Juanjo Menéndez, Mary Santpere o José María Cafarell, y entre sus siguientes largometrajes destaca por su excentricidad El milagro del cante (1966), concebido a la mayor gloria de dos figuras de la canción española: Rafael Farina y El Príncipe Gitano.

Terror, destape y aberri eguna

Irun, ciudad de gángsters

A un ritmo frenético -y prácticamente con el mismo equipo- rodó Homicidios en Chicago (1968) y El regreso de Al Capone (1969), en la que el entrañable Jesús Puente daba vida al famoso gángster estadounidense. Gurutz Albisu tacha de "despropósito" este díptico con "pésimas peleas" y "macarrónicas coreografías de charleston" en un Irun transformado en el Chicago de la ley seca. Sus mayores proezas, sin embargo, aún estaban por llegar.

En 1969 rodó casi simultáneamente en Colmenar Viejo (Madrid) tres westerns, repitiendo en algunos casos planos, actores, vestuario y escenarios. Plomo sobre Dallas, 20.000 dólares por un cadáver y Los rebeldes de Arizona obtuvieron cierta repercusión comercial y el irundarra siguió rodando compulsivamente. Su siguiente trabajo fue La furia del hombre lobo (1970), protagonizada por un Paul Naschy que recuerda el rodaje como un auténtico infierno alcohólico. Pese a sus evidentes problemas con la bebida y a su degeneración física, Zabalza no renunciaba a su pasión: "Él quería seguir adelante, hacer cine sin cambiar su modo de vida. Quería rodar y usaba cualquier método para conseguir ese fin". Tanto es así que en apenas 24 horas filmó El retorno de los vampiros (1972).

Semejante modo de concebir el cine invita a pensar en el considerado peor director de la Historia del cine. ¿Fue José María Zabalza el Ed Wood vasco? Esa comparación con el realizador estadounidense se ha solido hacer, opina Albisu, sin conocer la obra de Zabalza, que solo en la segunda parte de su carrera cayó en la dejadez y el descuido originados por los rodajes rápidos. "Además, según la visión que de él dio Tim Burton, Ed Wood era más un visionario", añade el estudioso, que ve más emparentado al guipuzcoano con el inefable Jesús Franco, con quien coincidió en el Instituto de Cine.

Zabalza continuó llevando al límite su versatilidad en Un torero para la historia (1973), protagonizada por el diestro José Luis Galloso y la cantaora Dolores Vargas, La Terremoto, al que siguió el corto documental Aberri Eguna 78 sobre el primer Día de la Patria Vasca legalizado tras la muerte de Franco. Lo dirigió junto a otros realizadores y le procuró, en el Festival Zinebi de Bilbao, el único galardón de su prolífica carrera.

Abolida la censura, se apuntó a la moda del destape y a los filmes con calificación S ("pueden herir la sensibilidad del espectador") en Bragas calientes (1982) y La de Troya en el Palmar (1983), su última película. Entre medias aún tuvo tiempo de rodar otro western, Al oeste de Río Grande (1983), en el que se reservó, como en otras producciones, el papel de viejo borracho y enajenado.

Y así, "en la indigencia y el olvido", terminó en 1985 la vida de un cineasta que dijo una vez: "No intento hacer obras maestras, solo películas de serie B con dignidad. Y a un coste muchísimo más reducido de lo normal". Pese a la falta de reconocimiento, lo consiguió. Prueba de ello es que cuatro de sus trabajos figuran entre los 40 filmes de directores vascos más vistos de la historia, según datos del Ministerio de Cultura.