Pues ya está. Terminé la Itzulia. Dicen que “el carnet de ciclista” lo reparten en París cuando terminas un Tour, pero para mí la plaza Unzaga tiene ya un valor muy similar al de los Campos Elíseos. Fue una jornada especial, porque se acercaron a animarme cuadrilla, amigos y familia, pero también muy complicada. Como ya expliqué en el artículo anterior, el viernes sufrí una caída a pie de Urkiola. No me hice gran cosa, pero sí lo suficiente para despertarme este mismo sábado con el cuerpo algo hinchado por el golpe. Di en la báscula un kilo y medio más de lo habitual, acompañante nada aconsejable para un recorrido tan montañoso.

La jornada no tenía mucho misterio en materia táctica. Se trataba de ir todo el día a tope para no quedar fuera de control, y lo conseguí con cierto margen. Quizás el peor momento se diera en Gorla: me quedé descolgado del grupo en el que iba y hasta Krabelin tuve que ir persiguiendo entre coches. Subimos de uno en uno por un pasillo humano, yo con la carne de gallina, pero quedaba aún mucha tela que cortar... La clave para terminar bien estuvo en que, ya de camino a Trabakua, enlacé con un pequeño pelotón que lo hizo todo más sencillo. En el descenso del último puerto, cuando nos dijeron que acababa de terminar la etapa, calculamos y respiramos: estábamos dentro.

¿Y para celebrarlo qué? Cuando escribo estas líneas, me acaban de comentar los amigos que cenamos en la sociedad. Espera una semana de descanso, así que me voy a permitir alguna licencia, pero sin cometer locuras. Creo que en el menú toca carne, tengo colegas a los que se les da bien la parrilla. Y también contamos en el grupo con un reputado repostero, pero ese no se estira tanto cuando nos juntamos. A ver si la cosa cambia publicándola por aquí... Se lo contaré a los lectores el año que viene, si disputo entonces mi segunda Itzulia y vuelvo a tener el placer de compartirla en esta columna. Hurrengora arte!