La Milán–San Remo, disputada el sábado, batió el récord de velocidad de la prueba, realizando el ganador un promedio superior a los 46 km/hora en los casi 300 kilómetros de recorrido. Ante esto, conviene recordar que el récord superado era el de la victoria de Gianni Bugno en 1990, cuando llegó en solitario a meta, tras 33 kilómetros de escapada, y realizando una media de 45,8 km/hora; así que entonces también corrían mucho. Fue una carrera muy emocionante, con ciclistas valientes que atacaron sin temor al poder con el que las nuevas estrellas –Van der Poel, Van Aert, Pogacar, Evenepoel, Vingegaard, y Roglic– tienen sometido al pelotón en los últimos tiempos. Es de alabar el espectáculo que dan estos fantásticos corredores, su ambición, su agresividad, que han convertido cada carrera a la que van en una exhibición. Ya no existe el ciclismo de la época de Indurain, Armstrong, Froome o Contador, en el que las figuras señalaban sus objetivos, predominantemente el Tour de France, y las demás carreras eran sólo un escenario para su entrenamiento, donde no gastaban fuerzas. Ahora, las nuevas estrellas disputan cada carrera con el cuchillo entre los dientes. Y eso restringe las posibilidades de victoria del resto de corredores. Por eso, cuando en una gran prueba se tuerce el guión y vence otro ciclista distinto, me invade una gran alegría. Pienso en el bien que hacen esos seis campeones al ciclismo como espectáculo, pero me alegro porque su dominio se vea sacudido de vez en cuando. Me invade una belleza romántica, la que sentimos cuando sorprendentemente se giran las tornas y vencen los de abajo.

En la Milán-San Remo asistimos a la generosidad de Van der Poel, a favor del triunfador en la meta, su compañero de equipo Jasper Philipsen. Van der Poel, ganador el año pasado, un monstruo que vence en todos los terrenos; campeón del mundo de ruta, campeón del mundo de ciclocross; con una potencia, en tramos cortos en subida, inigualable; se sacrificó para la victoria de su coequipier. Secó en persona a Pogacar, que demarró con fuerza al final del Poggio; atrapó a Mohoric, que atacó al final del descenso intentando repetir lo que hizo en 2022; y tiró del grupo, sin escatimar energía, para atrapar a Pidcock y a Sobrero, que saltaron a menos de dos kilómetros. Van der Poel, tirando como una locomotora, los cazó a todos y quedó exhausto, se entregó por Philipsen, cuando, con otra táctica, colaborando con Pogacar, quizá podría haber ganado. Prefirió el bello gesto, brindarle esa oportunidad a su compañero, que sabía que venía muy cerca, conocedor de su gran sprint, para devolverse el sinfín de favores que Philipsen había hecho en otras ocasiones por él, como gregario. 

Lección de Van der Poel

Con ese gesto, Van der Poel nos dio una lección. Quizá la principal lección que se debe aprender del deporte, del ciclismo o de cualquier otro, la del compañerismo, la del trabajo en equipo. Porque es uno de los valores más importantes de los que podemos contagiarnos practicándolo, un valor que luego sirve para la vida, que no se acaba con las dos ruedas. Recuerdo que en mi época de corredor vi de todo en este asunto del compañerismo. Vi a gente a la que el deporte transformaba para bien, pero también lo contrario. Padres, sí, padres, que se volvían auténticos fanáticos queriendo el triunfo de sus hijos, a cualquier precio. Había uno, no diré nombres, que, cada domingo, si su hijo no terminaba entre los cinco primeros, le castigaba sin salir de casa durante el resto de la semana, en el tiempo de las vacaciones escolares. Sólo le permitía salir a entrenar, bajo la enorme presión de que en la siguiente carrera pudiera redimir la “derrota”. El problema era que nunca lo conseguía, porque el chaval no daba más de sí. Y a ese mismo padre, en alguna resolución al sprint, cuando no había cámaras para tomar la foto de la llegada, en la meta de las carreras de las categorías inferiores, le vi liarse a puñetazos con los jueces, con los árbitros, discutiendo un puesto más arriba para su hijo.  

El ejemplo del KAS

Van der Poel nos enseñó lo contrario, el valor del compañerismo, y al hacerlo, nos mostró una de los principales virtudes del deporte. Aquí, en nuestra tierra, tuvimos uno de los mejores ejemplos de esto en la figura de una escuadra mítica, el equipo ciclista KAS. Otros equipos se organizaban, y se organizan, para servir a un gran líder, sólo para él; pero en el KAS todos eran figuras, cualquiera podía ganar, y cualquiera trabajaba para los otros, Fuente, Txomin Perurena, Lasa, López Carril, Galdós, Gandarias, González Linares, marcaron una década prodigiosa. Perurena trabajaba para las victorias de Fuente, como González Linares lo hacía para las suyas, y así todos con todos. A Arsene Wenger, un caballero, cuando entrenaba al equipo de fútbol del Arsenal londinense, los periodistas solían preguntarle si no prefería ganar a jugar bien; dado que su equipo se caracterizaba por buscar un fútbol excelso, combinativo, creativo, de ataque, al que llamaron fútbol champagne. Wenger les contestaba que quería ganar, sí, pero con su estilo de juego, elegante, virtuoso; porque sólo así tenía valor para él la victoria. No hay belleza, ni gloria, fuera de los valores que nos hacen mejores personas. l