Pogacar ganó, por tercera vez consecutiva, el Giro de Lombardía. Venció por su deseo de ganar, que le infundió un arrojo carente en otros. Cree en sus fuerzas como nadie, y con ellas se lanza al abismo o al cielo. Atacó en el Passo di Ganda, Vlasov y Roglic consiguieron alcanzarle y seguirle, pero nada más atravesar la cumbre, cuando los otros estaban despistados, cuando más duelen las piernas, atacó de nuevo, sacó unos metros que estiró en una valiente bajada con muchas curvas de herradura, y no le vieron hasta la meta.

En el fin semana también se disputaron en el Véneto los mundiales de gravel. Una especialidad que combina el asfalto con caminos de tierra, menos vertiginosos que los del ciclocross o el mountain bike, y en larga distancia. Es un ciclismo nuevo pero con memoria, porque se parece al que muchos niños conocimos en los territorios fronterizos de los suburbios, donde el asfalto se disolvía en senderos de tierra que se adentraban en el campo, donde nacía nuestra soberanía infantil. Este año ha tenido participantes de lujo, y dos vencedores, en categorías masculina y femenina, que son grandes ciclistas de ruta. El esloveno Matej Mohoric; y la polaca Kasia Niewiadoma, tercera en el Tour de Francia de este año y vencedora de la montaña en el mismo. Valverde, a sus 43 años, se ha reciclado en esta especialidad, terminando cuarto, por encima de figuras como Wout Van Aert, que fue octavo.

El Giro de Lombardía, última clásica de la temporada, me inclina hacia a la melancolía; sabiendo que hasta el próximo mes de marzo desaparecerá el ciclismo de los periódicos, de la televisión. Y tendremos que vivir de los bellos recuerdos. Por eso, porque se acaban, cobran un tinte más exaltado y poético las mejores carreras. La poesía, cuando no vivimos en ella, nos parece una leve exageración de la vida; cuando estamos en ella nos parece la percepción exacta y equilibrada de las cosas; y cuando la abandonamos de nuevo, porque no se puede vivir en ella permanentemente, vuelve a ser una leve exageración de la realidad. Las hazañas de la temporada que ahora acaba se hacen poesía, y padecen esa leve exageración, pero yo no quiero salirme todavía de ella. Ha sido una temporada excepcional, llena de grandes carreras y demostraciones de los campeones, en la que cada uno tuvo su cuota de gloria. Van der Poel en San Remo, Roubaix, en el mundial de ruta; Pogacar, en Flandes, Niza y Lombardía; Roglic y Vingegaard embolsándose Tirreno, Catalunya, Galicia e Itzulia; Evenepoel en Lieja, Donostia, en el Mundial contrarreloj; las bellas batallas del Tour entre Vingegaard y Pogacar; el Giro de Roglic, y la justicia poética con la Vuelta para el gregario Kuus. ¿Puede haber mejor reparto? Y desde las ascuas de esta temporada que finaliza en el viejo Giro de Lombardía, saltan crepitaciones del pasado. Felice Gimondi decía que se hizo ciclista gracias a esta prueba. A veces sucede algo concreto, cultural, deportivo, personal, emocional, algo que, como un mecanismo de relojería, nos cambia, nos lanza a nuevos sueños. Gimondi vivía a 60 kilómetros de la Madona del Ghisallo, y contaba que siendo niño iba cada año a ver la carrera en esa cuesta, en la camioneta de su padre. Y que en su adolescencia, una tarde de verano, se puso el reto de ir allí con un amigo en bicicleta. Volvieron desfallecidos. Esa subida le hizo soñar con ser ciclista.

En la misma cima de la Madonna del Ghisallo construyeron un museo del ciclismo. Allí está la bicicleta de Alfonsina Strada, pionera del ciclismo femenino, que corrió el Giro de Lombardía con los hombres en 1917 y 1918. En 1917 terminó en el puesto 32, cuando más de veinte corredores varones abandonaron; y en 1918 finalizó entre los veinte primeros. Alguna vez lo puse como ejemplo de un museo que aquí no tenemos. Y decía que el lugar ideal sería el caserío de Perurena, junto a la Cuesta de la Guitarra. La muerte de Perurena le da a este deseo el sentido de una reivindicación.

"En 30 kilómetros me crucé con 44 ciclistas, 33 no me saludaron, y once sí. Saludarse en la bici es una costumbre, similar a la de saludarse cuando te cruzas en la montaña"

Perdido en estas divagaciones, pensaba titular el artículo Cuentos lombardos. Sin embargo, una salida en bici me ha hecho cambiarlo. 33-11 no alude a una nueva multiplicación de moda entre dientes de plato y piñón, sino que es mi estadística demoledora de los compañeros de ruta. Alertado porque percibía que muchos cicloturistas no saludaban como antaño, decidí llevar la cuenta. En 30 kilómetros me crucé con 44 ciclistas, 33 no me saludaron, y once sí. Saludarse en la bici es una costumbre, similar a la de saludarse cuando te cruzas en la montaña; da lo mismo si es en el Txindoki, el Adarra, los Pirineos, el Himalaya, los Andes, los Alpes suizos o los Tatra polacos. Si te cruzas con un montañero, te saludas. Ese saludo es importante, le estás diciendo que eres uno como él, que compartes un medio donde existe el peligro de accidentes, y que si algo ocurre puede contar contigo. En la bicicleta es lo mismo, también es un medio arriesgado, caídas, averías, pinchazos, y al saludar le dices que cuente contigo si pasa algo. Saludarse en bici no es sólo una muestra de buena educación sino un gesto de solidaridad; y quizá su ausencia, muestra nuestra deriva como sociedad. Ahora, a soñar.