Pinchazos, caídas, averías, resultan decisivos en la Paris-Roubaix. Van Aert fue este domingo la principal víctima, al pinchar cuando iba escapado junto al vencedor Van der Poel, los más fuertes de la prueba. No sé si tendrá que ver el innovador sistema de auto-inflado eléctrico de la rueda, instalado en el buje, que llevaba su equipo Jumbo, pues su compañero Laporte, pinchó dos veces en momentos decisivos. El exceso de agresividad de Van der Poel, al atacar intentando pasar por donde no cabía, tiró al suelo a Degenkolb, en un gesto involuntario pero antideportivo, que quizá debió ser penalizado.

Con sus adoquines rotos, llenos de agujeros, es la prueba que más recuerda al viejo ciclismo de supervivientes. El Tour, y otras carreras en las que se inventó el ciclismo, que también mantuvieron ese aroma, con las etapas maratonianas en las que se salía y llegaba de noche, con los pasos de los puertos por caminos; lo fueron perdiendo al suavizarse sus condiciones, las etapas se acortaron y todas las carreteras fueron, poco a poco, mejorando, asfaltándose. Queda la dureza intrínseca de los grandes puertos, y la que añaden los corredores con su lucha. Pero la París–Roubaix mantiene los estrechos caminos de adoquines que enlazan las granjas, construidas para que los carros evitaran el barro. Y para impedir su desaparición Francia las declaró monumentos. Un ciclismo de supervivientes, porque la estrechez del paso hace que la fila de coches auxiliares sea muy larga, y que, ante cualquier percance mecánico o pinchazo, un corredor deba esperar minutos hasta la llegada del vehículo de su equipo. Algunos ciclistas, los que no van a disputarla, llevan un tubular de repuesto, por si tarda demasiado la ayuda y se las tienen que apañar por su cuenta. En eso también se parece a aquel ciclismo pionero, cuando los corredores, por la misma razón, la inexistencia de suficientes vehículos de auxilio, llevaban el tubular de repuesto cruzado entre la espalda y el pecho, como si fueran soldados que salían de las trincheras al ataque descubierto.

Y esa idea de la autogestión, el “sálvese quien pueda” en medio de la carrera, me ha traído un recuerdo de mi padre, Marcelo, que fue ciclista estudiantil en los años anteriores a la Guerra Civil. Digo estudiantil y debo explicarlo. Tras la proclamación de la República, el auge del asociacionismo fue muy importante, había un enorme entusiasmo por la política, por las posibilidades nuevas de cambios sociales profundos. Y eso tuvo su expresión en las aulas, con los sindicatos de estudiantes. En Gipuzkoa los tres principales eran: la Asociación de Estudiantes Católicos, derechista; la Asociación de Estudiantes Vascos, nacionalista; y la Federación Universitaria y Escolar, la FUE, de izquierdas, donde militaba y corría Marcelo. A pesar de sus disputas, realizaban pruebas ciclistas en común, que tenían gran resonancia en la sociedad y en la prensa. En los años treinta y tres y treinta y cuatro, obtuvo buenos resultados en la principal prueba, el Campeonato Escolar Guipuzcoano, tercero y cuarto. Aunque la que mejor recordaba era una carrera del año treinta y cinco, porque le salvó la vida. 

La prueba se desarrolla sobre la llamada vuelta a Oiartzun. En medio del recorrido se sitúa la Cuesta de la Guitarra, con su doble curva de herradura, que es donde debe decidirse la prueba. El día, muy desapacible, lluvioso. Sube la cuesta como nunca, adelanta a unos y a otros, casi no ve por el agua que le cae a chorros por el rostro, pasa la cima, y desciende como un poseído. El asfalto está muy resbaladizo. En una curva, se le va rueda delantera, y cae. Se levanta, sangra abundantemente de la cadera, los espectadores le sugieren que se retire, pero él, embravecido, los desobedece, monta en su Pelissier morada y continúa el descenso. Pedalea furioso, tragándose literalmente los ocho kilómetros que quedan de llano, como ayer Van der Poel, y entra el segundo en la meta. Nada más cruzar la línea se desmaya y es llevado al Cuarto de Socorro de Donostia, y desde allí, tras una primera cura, casi inconsciente, a la Cruz Roja de Irun. Cuando despierta del todo, ve a una monja que ríe desvergonzada frente a él, que le ordena que le muestre el trasero, porque le tiene que poner la antitetánica. 

—¿En qué puesto quedé? —le pregunta. No lo recuerda y es lo único que le importa.

Su madre le metía un diente de ajo dentro del bolsillo del maillot, por si se caía, para desinfectar la herida. Pero esta vez la herida excedía a las propiedades curativas del ajo. Sor Carmen no se olvidó de aquel ciclista. Marcelo tuvo la suerte de que fuera ella quien le curara de una herida de bala en el pie en los primeros días de la defensa de Irún, lo que afianzó su recuerdo. Cuando fue detenido al final de la guerra en Valencia, y acusado de todo tipo de tropelías falsas que le sentenciarían de muerte, dijo al juez militar que eso no podía ser porque él estaba herido en el hospital. Que preguntaran a sor Carmen. Lo hicieron, y ella testificó en su favor. Aquella caída le salvó la vida. Así veía yo, sobre el peligroso pavés, a los héroes de un ciclismo como de otra época.