Las cabras que rapan los hierbajos que brotan entre el adoquín del bosque de Arenberg, una recta de piedras irregulares, calzadas viejas de pedrusco que simbolizan la París-Roubaix, la reina, el monumento que es de piedra, el más duro, triscan la hierba en otros sitio. Es domingo, descansan. El pavé de granito, diorita y porfirio de canteras belgas y suecas son piedras preciosas para los clasicómanos, que las veneran, dispuestos a todo para conseguirlas en el altar del velódromo de Roubaix.

La fiebre de los adoquines ungió a Mathieu van der Poel, el apóstol de las clásicas de piedra. Van der Poel o barbarie. El nieto de Poulidor honró la memoria de su abuelo. Después de mimetizarse con su recuerdo en la Milán San Remo, Van der Poel talló su obra maestra, ciclópea, en la París-Roubaix más rápida de la historia. No conviene olvidar los detalles, tan fundamentales.

El neerlandés, el representante del tremendismo, el ciclista del brutalismo y el desgarró, se descorchó con una victoria descomunal, acompañada eso sí, por dos momentos críticos. Ambos se concentraron en el Carrefour de l'Arbre, donde despegó el lisérgico Van der Poel para esculpir su escultural monumento. Tiene cuatro.

Dos Flandes, una Milán-San Remo y la París-Roubaix. Su última conquista no estuvo exenta de polémica. Entre él y Philipsen, su compañero, segundo por delante de Van Aert, derribaron a Degenkolb, campeón en 2015, en una maniobra discutible.

La Roubaix y sus corrientes internas se llevaron al alemán por delante. Volteado. La diosa fortuna le guiñó un ojo a Van der Poel, un ciclista tocado por la magia. A Van Aert, otro fenómeno, le miró un tuerto. Pinchó en el instante que se decidía la carrera, cuando estaba en la chepa del neerlandés. "No podía creerlo. Fue una pesadilla", apuntó.

A Van der Poel le acarició el sueño. “A veces odio la París-Roubaix, pero hoy la amo. Ha sido una locura. Me he sentido muy fuerte”, dijo Van der Poel. La locura y la furia perfilan al ambicioso y pantagruélico neerlandés. Valiente y rabioso. Indomable. Despiadado.

El Jumbo rompe la carrera

La clásica reúne a mártires en el altar tortuoso de la piedra. Listos para picar piedra y quién sabe si encontrar bajo los adoquines la playa como el lema de mayo del 68 en París. La arena no es descanso en el Infierno del Norte, una trinchera de 227 kilómetros cicatrizada por los adoquines: 54 kilómetros troceados en 29 sectores de caminos de cabras y vías agrícolas.

Ahí, en ese ecosistema de tortura, se lanzan como posesos quienes buscan la gloria eterna. La Roubaix es el infierno que conduce al cielo. A pedradas. Ciclistas que cocean. Caballos locos.

El Jumbo de Van Aert y Laporte decoró el casco de Red Bull con la imagen impresa de una cerebro. Resulta un punto irónico o paradójico en una carrera para inconscientes, para tipos temerarios que gozan con el sufrimiento con el traqueteo de las piedras, que les hacen sonar los huesos y les agitan el tuétano.

Caída de Van Baarle y Sagan

La París-Roubaix en un asunto visceral. Una corazonada para bestias salvajes. Una estampida de bisontes. En Arenberg, entre el gentío, la tierra se tragó a Dylan Van Baarle, campeón el pasado curso. Le tachó una caída. También a Wright y Milan. Las caídas son parte del paisaje en la clásica.

Peter Sagan, campeón de la París-Roubaix de 2018, no se libró de la condena. El eslovaco, que en 2024 sólo competirá en mountain bike para disputar los Juegos Olímpicos de París, dejó la carrera tras irse al suelo. El Infierno del Norte no tiene memoria ni piedad. No respeta a nadie, tampoco a los ilustres.

Solo vale el aquí y ahora. En Haveluy à Wallers, a 100 kilómetros de trascender, el Jumbo detonó la carrera. Después maldijo la mala fortuna por el pinchazo de Laporte. A la apuesta del Jumbo respondió de inmediato Van der Poel, un animal. También Küng, Philipsen, Vermeersch, Ganna, Pedersen, Koch, Degenkolb, Bax, Walscheid, Hollman y Rex.

La agitación de las piedras y los arreones furibundos de Van der Poel, enajenado, cribaron el grupo. Siete magníficos sobrevivieron, los Van Van, que se marcaban, Ganna, Philipsen, Degenkolb, Pedersen y Kung. Laporte, Van Hooydonck y Vermeersech perseguían demasiado lejos, se quedaron en un limbo.

Van der Poel, en el momento que deja a Van Aert. Afp

Todo salta por los aires

Tras los latigazos, esperaba el Carrefour de l'Arbre. Las miradas. Tensión. Nervios. Adrenalina. El estallido. Se planchó Van Aert a Van der Poel. Quería domar a la bestia. En el callejón de los adoquines, un encierro. Despavoridos todos. El incendio. La polvareda de la polémica.

Entre Philipsen y Van der Poel, suicidas, derribaron a Degenkolb, que circulaba por la tierra para evitar el pedregal. En ese instante, descerrajó Van Aert con determinación. Era el momento.

Van der Poel, un central nuclear de vatios, un disparate sobre una bici, devoró la distancia en dos bocados. El belga percibió el bufido del neerlandés presionándole. Acoso y derribo. Clavado en su esperanza. Van der Poel entró con todo. No mide. Puerta grande o enfermería. Camina o revienta. Masticó los adoquines como si fueran gominolas.

Van Aert era su sombra hasta que se deshinchó su sueño. Psssscccchhhh! Pinchazo. El siseo cruel de la derrota. Música celestial para Van der Poel, que ajeno a todo, se lanzó como un poseso hacia la gloria. Nadie podía pararle. Agarró con saña el adoquín, el gran pedrusco. Lo estrujó feliz. Van der Poel derriba la París-Roubaix.